viernes, 27 de mayo de 2011

Adorno y Schoenberg: la música ante la sociedad de masas

Por Daniel Alejandro Gómez. (Residente en Gijón, España)

El filósofo Adorno frente al piano

Probablemente, pocas veces en la historia reciente de la música se ha dado tan intensa confluencia entre música y filosofía como en el trabajo de Adorno, y especialmente en su relación, respecto a la práctica de la música, con Schoenberg, el atonalismo, la dodecafonía y la Segunda Escuela de Viena. Nietzsche, melómano como Theodor Adorno, también tuvo una relación, rica en filosofía y en música pero también en odios y filias personales, con Richard Wagner y el wagnerianismo, pero Adorno, ante el diletantismo nietzscheano, había estudiado seriamente la disciplina musical, con Alban Berg, y había pensado en dedicarse a la música como crítico y compositor, hasta que la filosofía, entre otras materias humanísticas, pudo más en la balanza.

No obstante, la música fue siempre parte del pensamiento adorniano; su filosofía estética y la relación obra de arte-sociedad- con la consecuencia de la visión neomarxista de la sociedad de masas y su industria cultural- nacían, en gran parte, de su melomanía y de sus estudios musicales. La música sirvió al pensamiento filosófico de Adorno, e incluso al pensamiento social del filósofo, viendo la díada música-sociedad como la música inserta en la sociedad sin perder su valor estético; y, también, Adorno sirvió para el pensamiento musical, desde una perspectiva neomarxista y de tener en cuenta a la industria cultural en la masificación y la sociedad de masas, con las consecuencias en el valor de la obra de arte y la posición peculiar del músico contemporáneo ante la sociedad industrial y de masas, ejemplificada en la oposición teórica adorniana entre dos distintas reacciones musicales ante esta realidad social masiva: Schoenberg y Stravinsky.

En esa sociedad de masas, pues, en esa sociedad capitalista occidental, había-y hay- márgenes, periferias culturales: entre los márgenes y periferias, ante la gran masa, la llamada Nueva Música de Arnold Schoenberg, música cuya dificultad- cuya complejidad y extrañeza de la construcción formal del sonido, su revolución en la arquitectura armónica y escasez melódica- no la hacía muy apta para la sociedad de masas.

En efecto, las comunicaciones industriales, masificadoras, preferirían la música desde más atrás del posromanticismo o también la música popular domesticada por la llamada industria cultural, creando así una sociedad de masas específicamente musical, contando a la música y a la cultura dentro de las otras funciones sociales; por otra parte, el gran público que acude a la sala de conciertos o a los teatros no encaja en el perfil psicológico de la masa, más receptiva a la publicidad a mansalva y a las técnicas de la industria cultural de edulcoración del mensaje musical, en especial de la música popular. O a la benevolente menor complejidad intelectual de esa misma música, a diferencia de la elaboración de renovados códigos y esquemas sonoros-como la dodecafonía, la aleatoriedad y el serialismo-en la llamada música erudita, luego de las premoniciones formales, por ejemplo, de Wagner y Debussy.

Sin embargo, ahora en una relación entre la masa y un público selecto, de profesionales más abiertos hacia esas nuevas construcciones de las formas musicales, Theodor Adorno, dentro de su crítica al totalitarismo, a la Ilustración y al liberalismo- y a sus prevenciones ante el marxismo ortodoxo incluso-, vería no solamente, como tantas otras personas de cultura crítica, una afinidad intelectual-entre otras cosas, en cuanto al sentido del quiebre respecto a la tradición- con la vanguardia por fuera de la sociedad de masas y una afinidad estética y de consecuencia intelectual con Schoenberg específicamente, sino también, digamos, una afinidad ideológica precisamente con el padre del dodecafonismo: una ideología estética. Adorno veía en Schoenberg como la autenticidad en la música: inserto- pero también en oposición- a la sociedad no marxista.

En efecto, muchas veces las señas culturales-como el gusto por el cubismo, la escultura biomorfa, o, en este caso, el atonalismo informe y la posterior organización dodecafonista y otras vanguardias musicales ya sistematizadas o no- son también señas intelectuales para los hombres de cultura, señas de una pretendida visión de progreso no solamente cultural, sino también filosófico y político. El arte y la música, en este sentido, se perciben como sucedáneos afines a la filosofía-política. Respecto a ello, y a la política y- acaso- cultura marxista, Adorno considera la obra de Schoenberg como no alienada; como parte de la sociedad, sí, pero, podríamos decir, en un espléndido aislamiento de la misma sociedad; un aislamiento que, sin embargo, permite la autenticidad de Arnold Schoenberg, su valía subjetiva ante el colectivismo inerte y sin alma, digamos, de la masificación y la industria cultural.

En su filosofía no liberal dentro de su hábitat eminentemente liberal, como en su exilio estadounidense después del ascenso nazi, Theodor Adorno, además de una afinidad de clase intelectual, como dijimos, tenía afinidad con la Nueva Música en su perspectiva casi política de extrañeza ante la sociedad de masas y la industria cultural. Pero la música vanguardista, específicamente de Schoenberg y a diferencia de la más maleable incursión neoclasicista de Stravisnky, no solamente sería extraña ante la masa- o podríamos decir ante la sociedad capitalista y liberal- sino también respecto al gran público, incluso de los más entendidos. Un gran público entendido que no debe ser confundido, lo veremos, con el público de expertos, los profesionales schoenberguianos, el grupo de elite adepto no tanto al contenido sensible y musical de la obra, sino precisamente a ese intelectualismo, trasladable, como hizo Adorno, a la esfera filosófica y política, y que alejaba-y aleja- a la música contemporánea de la masa y el gran público melómano.

La Nueva Música, más específicamente la schoenberguiana, era más selectiva- en una selección supuestamente positiva- en su intención para su recepción; pero el público receptor de Schoenberg, por ejemplo, no solamente no era masivo, sino que al gran público melómano también le resultaba o complejo o desagradable el músico vienés. Un público cuyo repertorio más disonante, y los agentes de la industria cultural más específica de la llamada música erudita lo saben, llega hasta Wagner y Debussy, y algunas figuras digamos que más bien inocuas para con la buena salud de la visión romántica, como Mahler o Richard Strauss, incluso Rachmaninoff. Parte de ese gran público es y sería más receptivo para con la vanguardia stravinskiana, y Stravinsky sería un compositor que Adorno opondría a Schoenberg: el aislado, el adalid de un valor estético, concientemente o no, tan intelectualizado al que Adorno, pese al condicionamiento extramusical y sociológico con el que estaba nutrido, en modo alguno renunciaba. Ese valor estético, lo intrínseco e inmanente de la música, que se podía hacer confluir con la verdad marxista. Un valor de verdad, pues, en Adorno tanto estético como filosófico.

Un valor estético musical que sería arduo para el público del siglo Veinte, que, con las vanguardias, ha visto en sus inicios una intelectualización del arte ante la sensibilidad romántica, empezando por las artes plásticas. La sensibilidad virtuosa, plasmada en la forma, a la que el oído, ojo o mente humana contemplaba, experimentaba y comprendía más o menos inmediatamente en el romanticismo por ejemplo, caería ante una idea del arte y de la vida trasladada a la propia formalidad del arte, una idea de antitradición notoriamente formal que Adorno lograría hacer materia filosófica. Una idea del arte ante el arte propiamente dicho: la filosofía estética ante la estética…

La forma visual o sonora es lo más fácil para el sentimiento receptor de un público musical dentro de la sociedad de masas e incluso de la sociedad de masas en general, en su relación con la llamada música erudita occidental; más allá de la semántica y del contenido expresivo y comunicativo de la música. Pero el siglo Veinte asistió a la revolución formal atonalista; en la música había nacido Schoenberg, con sus secuelas. La forma sonora era re-formada, y su novedad, con un pretendido quiebre con toda la tradición anterior, más allá de los contactos con precedentes de experimentos respecto a lo tonal en el siglo romántico, requería, en su menor sensibilidad, un ancla en idearios antes que en sentimientos; todo ello propició la dificultad formal de la música, y su dificultad en la comprensión no solamente formal sino también, en consecuencia, de su significado vanguardista.

La vanguardia, como el anárquico atonalismo musical y la posterior sistematización y orden dodecafonista de esa misma vanguardia en Schoenberg, tenía la idea de que la forma sensible de la música podría ser también una forma de inspiración intelectual, delegando bastante del mensaje explícito comunicativo, del contenido fácilmente comprensible de la obra. Adorno, por su lado, consideraba no solamente el mensaje, sino también la forma revolucionaria, en estética y en filosofía, de Schoenberg como parte de un mensaje formal trasladable, en forma negativa respecto a la comunicación popular, hacia los sentimientos aversivos de la masa en su recepción musical mediante la industria cultural.

No obstante, el gran público, en los museos de las artes plásticas o en las salas de concierto o teatros de la música, seguía afecto a la tradición prevanguardista, y ese experimento intelectual de la música, por ejemplo, caló antes que nada en los hombres intelectuales, en los filósofos por ejemplo. Y en los filósofos cuyas ideas políticas, llamadas de progreso o de avanzada, los dejaban por fuera de una sociedad de masas que incluso, además de objetos usuales, normales, se apropiaba, según el análisis marxista y neomarxista, de la cultura, del arte, conformando una industria cultural musical que hacía mercancía en la obra de arte. Una industria que masificaba-y masifica- el arte y la música como un estándar, fuera de la calidad artesana o artística; como productos en serie impersonales, industriales culturalmente; una visión de la sociedad-y de la sociedad artística digamos- como alienante, en la que los marxistas críticos de Francfort, como Adorno, lograban el caldo de cultivo para su análisis, un análisis unido a la estética musical del filósofo, que había estudiado la ciencia musical con intenciones de ser compositor y crítico…

Theodor Adorno nació en 1903 en Alemania, de padre judeoalemán y madre de origen italiano, de quien tomó el apellido y de quien heredaría su gusto musical. Y dicha época- el transcurso de su adolescencia y juventud- asiste a la puesta en duda del pensamiento y la práctica liberal, de la democracia; mientras que la música, a la par de esa puesta en duda de la tradición liberal, ya estaba en la etapa atonal como antítesis de lo romántico-expresionista, hasta la apuesta positiva de la dodecafonía de Schoenberg. Durante su juventud y adolescencia, en efecto, Adorno es testigo del ascenso y la prédica de diversos pensamientos socialistas y de izquierdas- entre ellos, el comunismo- junto al nuevo pensamiento y práctica musical de la Segunda Escuela de Viena. Esa revolución musical, acaso, señalaría hacia el pensamiento crítico marxista trasladado a la musicología y sociología musical de Adorno; pensamiento que sirve de base para su visión de la vanguardia musical como ruptura y al mismo tiempo progreso, con la visión sobre la masificación del producto musical y su alienación, y las relaciones sociedad de masas-Nueva Música.

Sin embargo, pese a estar viviendo en un lugar y en un tiempo donde las democracias liberales al fin y al cabo dominaban, o ante un nazismo cada vez más amenazante y finalmente triunfal en la política alemana, Adorno, en su específico marxismo crítico, pertenecía al Instituto para la Investigación Social, la escuela crítica de Francfort: esa escuela de gran calado sociológico y con su marxismo crítico en sus diversas variantes según sus individualidades. Y, pese a la fuerza del paso del tiempo y de los causales originales obsoletos del pensamiento marxiano que urgía revisar, Theodor Adorno era un marginado de los sistemas políticos y musicales establecidos-en un paralelismo de marxismo y marxismo crítico con atonalismo y el orden dodecafónico-, tanto en lo establecido en Alemania como en Estados Unidos, país al que se exilió desde Alemania, debido a sus ideas y su origen judío, con el ascenso nazi.

Allí, pues, compartió el exilio con Arnold Schoenberg. Allí compartió también esa marginación: en Schoenberg musical y de pensamiento musical, y en Adorno, además de la música y de la musicología, esa marginación tenía un aire más totalizador, como lo era su multifacética cultura filosófica. Adorno, por consecuencias de su pensamiento incluso musical, estaba distanciado del ciudadano político liberal, o del ciudadano o ser humano de cultura liberal inserto en la industria cultural, así como Schoenberg estaba-y está-distanciado del hombre de a pie de la llamada música erudita occidental.

Podríamos decir que así como el marxismo, siquiera el marxismo crítico de la intelectualidad francfortiana, no ha calado finalmente en la masa, la otra marginación de visión positiva que se siente en el pensamiento de Adorno, la música atonal y dodecafónica, tampoco ha sabido o querido ganarse al público o a la sociedad de masas musical. Lo que revela la marginalidad, el espléndido aislamiento de Theodor Adorno en música y filosofía.

Schoenberg, respecto a un aislamiento que llega a la actualidad, se alejó del romanticismo e incluso del posromanticismo; su atonalismo era totalmente novedoso, una antítesis ante el expresionismo y los crepúsculos románticos, para llegar finalmente a esa construcción casi lógica, pero de propuesta en lugar de contestación, de la dodecafonía, cuya lógica y frialdad, y la dificultad intelectual de su recepción, la harían distante del público pero cercana a la filosofía adorniana. Música de arquitectura intelectual, de concepto; y Schoenberg, ante la apropiación de la música popular por la tecnificación e industrialización cultural de la sociedad de masas, y sus nuevos instrumentos difusores y publicitarios- como el disco, la radio, la audiovisualidad masiva y de amplio acceso económico para el pueblo en general-, queda distanciado del público: solamente los entendidos veían la no muy divulgada genealogía de Schoenberg: su relación, aunque fuera antitética en el atonalismo, con una parte del linaje de la música erudita occidental, como su inicial influjo de Wagner y Brahms.

Quizá, en su mayor inocuidad masiva, el pensamiento y el practicar musical de Schoenberg fue todavía más renovador, más reformador, más revolucionario, que el pensamiento sobre todo político-pero de base no artística- que Adorno y sus cofrades de Francfort representaban.

Adorno, en efecto, utilizó enfoques sociológicos, de sociología de la música, en su pensamiento general. Por lo tanto, tanto en Adorno como en Schoenberg- el músico estudiado por el filósofo-, puede verse una marginación respecto a la estructura ideológica, cultural y musical dominante o aceptable para el liberalismo; un margen desde cuya perspectiva podía enjuiciarse, en el caso de Adorno, al resto de la música social: la música de masas, la música de la llamada razón instrumental. Ante una música, como por ejemplo el jazz estadounidense, adaptada y adoptada benévolamente por la dirigencia y el público establecido, digamos, Adorno hacía los análisis partidarios de la Nueva Música erudita; por ejemplo, en su obra Filosofía de la nueva música. Schoenberg, como Nietzsche con Wagner, fue su compositor favorito, y lo comparó, favorablemente, con otro músico contemporáneo que no se negaba a rescatar parte del pasado musical tradicional: Stravinsky.

Schoenberg, entre finales del siglo Diecinueve y principios del Veinte, con todo el debate ideológico y musical, conciente o no, desde los programáticos y el indicio formal del cromatismo wagneriano y el impresionismo debussiniano-y con la experiencia de las turbadoras vanguardias artísticas y pictóricas, como el cubismo y el fauvismo-, fue el encargado de plasmar lo que estaba en el aire de la música y la cultura artística: el quiebre con la tradición. Y lo hizo precisamente en la tradicionalista Viena. Ese informe giro atonal en la música fue un distanciamiento de la contemporaneidad musical respecto a su propio público; y algunos dicen, hoy día, que ese distanciamiento se realizó irremediablemente…

Así que el gran público se encontró con esa posición distanciadora; un gran público que, en diferencia con respecto a la raíz emotiva del romanticismo, advertía un constructo intelectual asaz abstracto en la Segunda Escuela. Y junto a una masificación musical excluyente de las individualidades subjetivas, mediante la técnica de las comunicaciones de la sociedad de masas en su industria cultural, dicho gran público haría a Schoenberg un marginado, un académico en una torre de marfil incomprensible, pese a no haber seguido el músico vienés una enseñanza seria y reglada en música. En efecto, Schoenberg no fue solamente un creativo de su teoría, sino que también explicó, pese a lo dicho anteriormente respecto a su educación musical, la misma desde su enseñanza como profesor y en distintos escritos teóricos. Por supuesto que, en esa marginación intelectualista de Schoenberg en virtud de sus revolucionarias formas sonoras, los hombres de cultura, como humanistas y filósofos, tales como lo era Adorno, y en su condición intelectual, estarían en condiciones de mayor predisposición para la llamada Nueva Música. También podían asociar muchos de ellos, como en el caso de Adorno, a la Nueva Música, o música progresista según algunos, con posiciones antiestablishment, como el marxismo, o marxismo crítico. La base política y político-filosófica de Theodor Adorno, rastreable en dicha posición, ayudó a su estudio del schoenbergueanismo como parte de la revolución hacia la industria de la cultura y la música, desde una perspectiva adorniana de revolución o apuesta de nueva sociedad en su propia versión del marxismo crítico francfortiano.

Adorno, regresando a un plano más musical, tenía ante sí a dos apuestas contemporáneas: Stravinsky y Schoenberg. Ambos, claro, estaban distanciados del público. Pero Stravinsky quería rescatar o utilizar para el presente o el futuro a ese pasado denostado por las vanguardias de cualquier arte; esa tradición musical que, para el gran público e incluso muchos entendidos, llega hasta los crepúsculos románticos. Stravinsky intelectualizaba mediante el pasado; Schoenberg, esencialmente, usaba su mente teórica contra el pasado, o intentando superarlo. Ambas posiciones, frente a, lo dijimos, la emotividad romántica, serían igualmente distanciadoras con el público, aunque en distinto grado; cuestión, la última, que influiría en la crítica de filósofos e intelectuales como Adorno.

En efecto, la apuesta de Schoenberg, en antítesis con ese pasado del romanticismo burgués, tiene un grado más atractivo, gustos personales aparte, para los filósofos como Adorno, siempre en su dialéctica con la sociedad, quien debía sentir una afinidad teórica, e incluso afinidad teórico-política, hacia Schoenberg, la Segunda Escuela y la propuesta dodecafónica de la Nueva Música.

La distancia de Schoenberg con el gran público, la renuencia de su música, por su propia arquitectura inherente, por la propia intención creativa intelectual- y la recepción dificultosa y sospechosa para el gran público de un exceso mental de malabares dodecafónicos-, lo hace apto más para los expertos, para los curadores de museo que son, en parte, los amantes de la música que viene desde la vanguardia. Adorno, ante el más culturalmente correcto para la industria cultural Igor Stravinsky, tomaría una posición en favor de Schoenberg. Sin embargo, es de notar que Stravinsky tampoco escapaba de esa marginación popular y de público ante el gran auge mediático y edulcorado, en mensaje y forma, de la música popular, quedando también reducido el músico ruso a los cerebros de la historia y teoría de la música de vanguardia.

Adorno tampoco, en el Occidente liberal, fue filosóficamente correcto; lo que no hace teóricamente correcta para lo establecido, digamos, a su teoría o filosofía de la música. Su filosofía, su conocimiento multifacético, quedó ligado a una verdad o hipótesis marxiana, con el apoyo de una estética también revolucionaria como la de Schoenberg. Schoenberg, como el proletariado de la teoría científica revolucionaria, era el futuro, era el futuro. Una música de futuro contramasiva en el aspecto de su autenticidad; una obra de arte que no quedaba alienada en la tecnificación de la música masiva…

Sin embargo, y por último, la sociedad de masas no debe confundirse con el gran público.

La masa, en efecto, es vista por los ingenieros de las psicologías colectivas establecidas y sus técnicas publicitarias como un rebaño, un grupo de gente maleable, uncido a los yugos de cualquier idea exitosa y que pierde su individualidad a favor de técnicas colectivas- como la ingeniería de la psicología publicitaria- a favor de tal o cual cultura, de tal o cual política, de tal o cual música…

Pero, además de ello, está ese gran público de la llamada música erudita occidental, que, en general, no está tan afectado por la técnica masificadora. Dicho gran público, a diferencia de la llamada sociedad de masas, es un considerable grupo entendido, que, amén de que todos, lo queramos o no, estamos en manos de las técnicas de la llamada industria cultural, conserva su verdadera decisión individual sin tanta perturbación publicitaria, sin excesivos exitismos seguidistas. Una considerable, en fin, libertad de idea cultural, artística. Y Schoenberg, más allá de toda revolución cultural que tiene resistencias, no fue estimado por la masa, sino por un asaz reducido público entendido, un grupo de expertos. Pero, ciertamente, tampoco el gran público tiene como santo de su devoción al padre de la dodecafonía… Un gran público melómano que prefiere la música prevanguardista, o incluso vanguardistas más asequibles como Stravinsky.

Gran público, público experto y masa podrían ser tres conceptos mediante los cuales podríamos hacer unos últimos apuntes respecto a la relación entre Adorno y Schoenberg, y, además, respecto a la música del último en relación al público de su época y al actual, relación nada afectuosa y bien distante como ya se dijo. Sin olvidar el mismo distanciamiento en la relación del público con el resto de la vanguardia veintentista.

Adorno, en su condicionamiento teórico, no se puede incluir entre el gran público. Sus análisis están completamente fuera de la visión de la masa…, pero también del gran público. Es parte de ese pequeño grupo de expertos, una elite de guardia de honor schoenberguiana, digamos. La masa y el gran público, incluidos en las técnicas culturales de la civilización ilustrada y liberal, más allá de la política, quedan como por fuera de esa pretendida verdad estética- esa verdad de Adorno y Schoenberg- y de esa pretendida verdad filosófica, esa verdad específica adorniana con respecto al schoenberguianismo y su visión de la vanguardia.

En todo caso, la sociedad de masas y el gran público, con sus legítimos gustos culturales, hasta hoy día no se acercan a esa hipotética verdad filosófica, y, lo que es peor para una supuesta visión de progreso respecto a la música de vanguardia del siglo Veinte, tampoco a esa hipotética verdad estética de la vanguardia musical y específicamente de Schoenberg.

Entretanto, Adorno sigue formando parte de una silenciosa, casi invisible, guardia de honor; y acaso el buen paladar schoenberguiano y adorniano del gran público deberá seguir esperando el futuro.

En efecto, y para culminar, la estética y la verdad que quisieron conformar, por decirlo de alguna manera metafórica, Schoenberg y Adorno no fue cosa de su época… Y ni tampoco, hasta hoy día y esencialmente, de la nuestra.

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