jueves, 30 de junio de 2011

Diez minutos que conmovieron al mundo.

¿Qué tienen en común el Orfeo de Monteverdi, la Sinfonía Heroica de Beethoven y las Piezas para piano op. 11 de Schoenberg? Obviamente nada en cuanto a sus estilos o sonoridades, pero mucho en lo que respecta a sus significaciones.

Orfeo fue la primer ópera en serio (las pastorales de los primeros operistas florentinos cuando comenzaba el siglo XVII son casi devertimentos de aficionados, a pesar de los esfuerzos de los musicólogos empeñados en resaltarlas como obras maestras); la Heroica tiró por la borda casi medio siglo de formas establecidas y convenciones firmemente asentadas, vislumbrando las posibilidades de un siglo romántico, y las Piezas op. 11 son la primer creación atonal de la historia. Las tres comparten un lugar preferencial en el podio de aquellas obras que por sus valores novedosos se han constituido en puntos de inflexión (y de referencia) en la historia de la música.

También podrían integrar el grupo la Sinfonía fantástica, Tristán e Isolda, La consagración de la primavera, las Piezas para piano op. 23 de Schomberg (el debut del dodecafonísmo) o los Modos de valor e intensidad de Messiaen (el serialismo aparece en escena). Y entre otras, -no muchas más que puedan ser incorporadas según opiniones objetivas o insoslayables gustos personales-, es de mención obligada, el Preludio a la siesta de un fauno de Debussy, de cuya composición se cumplen 100 años y que abrió las puertas del impresionismo, un período de aproximadamente 25 años del cual, ya sea por amores apasionados o por odios irrecusables, nadie pudo sustraerse.

Debussy no fue niño prodigio ni joven pródigo. Hasta sus 30 años, prácticamente no había compuesto obras que le hubieran permitido acceder a cierto renombre. Apenas si era considerado como un compisitor de talento dentro de los círculos de compositores académicos franceses. L´Efant prodigue, Cinq poèmes de Baudelaire, Ariettes oubliées o La Damoiselle éllue no habrían hecho famoso a nadie. Sólo una miniatura para piano de 1891, el Claro de luna, fue algo así como un caramelo que no era sólo azúcar y agua.

Con sus dudas a cuestas, Debussy había preparado algunos buenos platos con las proporciones justas a los que, sin embargo, faltaban los sabores. Por cierto que sus dilemas -ni más ni menos que encontrar un lenguaje musical propio- eran pertinentes a toda una generación de jóvenes franceses que habían comenzado a componer apenas terminada la guerra franco-prusiana y que no encontraban modelos novedosos ni basamentos profundos como para oponerse consistentemente al poderoso influjo Wagneriano. Sólo el talento de Gabriel Fauré, el único compositor que enarbolaba la tradición francesa, (aristocrática, refinada y delicadamente equilibrada al decir de Roger Nichols) ofrecía un punto de partida.

Cuando nada lo hacía presumir, Debussy encontró un sendero personal. Tras los escarceos amenazantes y originales del Cuarteto de cuerdas (1893), estrenó en diciembre de 1894 el Preludio a la siesta de un fauno, una obra orquestal de poco menos de 10 minutos, en la que invirtió más de 2 años de trabajo. Debussy había decidido componer un tríptico orquestal sobre el poema homónimo de Mallarmé, pero tras el preludio, nunca aparecieron el interludio y la paráfrasis imaginados. Aún cuando habría que esperar los Nocturnos, El mar e Imágenes para llegar a la cima del impresionismo orquestal, el Preludio es la primer obra de la historia en la que el nuevo estilo se deja entrever con claridad, a la vez que es también un verdadero preludio a la obra destacable de Debussy. Además transformó a su autor en un conocido compositor del cual se podía esperar, por fin, que encabezara un resurgimiento francés de alcance internacional.

Debussy nunca aceptó el término impresionismo para su estilo musical. Todas las denominaciones referidas a períodos o estilos tienen sus costados certeros y sus puntos oscuros. El barroco engloba a compositores tan disímiles como Fescobaldi y Haendel en tanto que pueden ser consideradas románticas obras tan alejadas entre sí como un nocturno de Chopin o Parsifal sin incurrir en ningún error. En el Preludio están presentes las características principales del impresionismo musical, muchas de las cuales tienen conexiones no únicamente analógicas con la pintura homónima: texturas difusas, climas que sugieren u ocultan más de lo que establecen, pasajes vagos e intangibles como los cambios de luz durante el día y títulos emparentados tanto con los cuadros de Manet, Monet o Renoir como con la poesía de Boudelaire y de los simbolistas como Rimbaud o Verlaine.

Claro que para lograr estos efectos, Debussy aplicó recursos novedosísimos de su propia cosecha que nada tienen que ver con la descomposición del color ni con las imágenes de la lengua y cuya enumeración demuestra la imaginación de Debussy y la complejidad que el estilo implica: relajamiento de la pulsación métrica (¿quién puede marcar el pulso en una obra de Debussy?) sistemas modales y escalas hexatónicas, melodías onduladas o en zig-zag (insinuados por los diseños del art nouveau), acordes disonantes en movimientos paralelos (prohibidísimos por el academicismo musical) y el tratamiento del color orquestal en un rango dinámico que va generalmente desde el pianissimo hasta apenas un mezzoforte como elemento primordial del discurso.

Cuando se estreno el Preludio, Saint-Saëns destacó que la obra tenía un sonido agradable pero que no contenía la más mínima idea musical en el verdadero sentido del vocablo, algo que es absolutamente correcto en el sentido tradicional del concepto "idea musical". El tema presentado por la flauta en la apertura no es un sujeto musical a desarrollar sino un punto de partida para transformaciones, reelaboraciones, segundas formulaciones, variaciones o cambios de color para evolucionar hacia territorios o momentos que nunca son iguales a los transcurridos por más que se basen en el mismo material. En el caso del Preludio podría afirmarse que Debussy no se propuso ni descubrir ni pintar las imágenes bucólicas, lánguidas o evasivas del poeta Mallarmé, sino que trató de decorarlo libremente.

El influjo Debussyano se extendió irrefrenable hacia sus contemporáneos franceses, rusos, españoles, algunos italianos y años después a los nacionalistas americanos. Sólo los alemanes y austríacos permanecieron incólumes con (y fieles) Wagner y su legado.

El Preludio también llegó al ballet en 1912 de la mano, de los pies y del alma de Nijinsky, cuyo traje (o quizás la falta de traje) espantó a la sociedad parisina de entonces, ciertamente muchos años antes de que fuera transformado en un clown de Dios.

Y también llegarían merecidamente las decenas y decenas de registros desde Toscanini a Karajan o de Monteux a Boulez, porque todos han querido perpetuar esta maravilla musical que aún continúa estremeciendo con su sonoridad concreta e inasible. Porque 100 años después, es imposible no emocionarse al contemplar las imágenes de un fauno que fue preludio y cuyos 100 minutos conmovieron al mundo.


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