domingo, 4 de marzo de 2012

LA DESINTEGRACIÓN DE LA TONALIDAD

La tonalidad, entendida como la organización jerarquizada de las alturas del sonido y sintetizada por la oposición estructural de los grados de tónica y dominante, ha sido una de las aportaciones cruciales de la música occidental. Fraguada durante el siglo xvii, consolidada durante el siglo xviii y llevada hasta sus últimas consecuencias en el siglo xix y principios del xx, la disolución de la tonalidad supuso una profunda ruptura con la tradición. La tendencia habitual de enfatizar el cambio drástico en el parámetro armónico debiera, sin embargo, ser matizada por la cierta continuidad en la organización formal y en la estructura de la frase musical. Con todo, ante los compositores se abrió entonces un insólito horizonte, lleno de nuevos caminos en la búsqueda de un sistema sustitutorio.

Este ciclo explora este proceso desde los primeros síntomas de la desintegración de la tonalidad hasta la configuración preliminar de los lenguajes alternativos que se gestaron como respuesta. Un proceso que cronológicamente abarca desde la década de 1880 hasta la de 1920 aproximadamente. El principio de la descomposición, encarnado en el programa del primer concierto, se abre con el camino sin retorno iniciado por Wagner y Liszt, en el ámbito germánico, y por el último Fauré, en el francés, y culmina con el alumbramiento de nuevas propuestas ante las reticencias del público, el asombro de la crítica y el entusiasmo de algunos compositores. Al menos, tres escenarios europeos marcan las tendencias estilísticas en las dos primeras décadas del siglo xx: el atonalismo vienés con la etapa temprana de Schoenberg, Webern, Berg y Zemlinsky, la modalidad francesa encabezada por Debussy y Ravel y la experimentación rusa con Mussorgsky, Scriabin y el joven Stravinsky. Son estas tres vías, con desigual éxito e implantación, las que ilustrará musicalmente este ciclo.

Visto con perspectiva histórica, la crucial transformación que implicó la desaparición de la tonalidad no resultó ser definitiva y ésta volvería a ser empleada, décadas después, como un sistema válido para articular el lenguaje musical. Pero su muerte y posterior resurrección dejaría una huella imborrable.

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INTRODUCCIÓN

Jalones de un viaje hacia el crepúsculo

Orfeo ha concluido su canto exultante Vi ricorda o bosch’om- brosi en ritmo de romanesca con cadencias sobre Do y sobre Sol en modo jónico (Do mayor, para nuestro oído actual) y el Pastor le insta a regocijarse contemplando la alegría que le rodea, que la belleza del paisaje atestigua (Mira, deh mira Orfeo che d’ogni intorno / ride il bosco e ride il prato), conclu- yendo su peroración sobre una tercera mayor sobre Do (se- gui pur co’l plettr’aurato / d’addolcir l’aria in si beato giorno). Pero, con insólita brusquedad, ese Do cadencial experimenta un deslizamiento cromático injustificado para convertirse en un Do sostenido que sirve de inestable base a un inespera- do acorde de La mayor que gravita sobre su tercer grado. Un nuevo personaje ha entrado en escena y sus palabras anun- cian la desdicha: ahi, caso acerbo, ahi, fat’empio e crudele, de- plora la mensajera, para, ensombreciendo aún más el canto, concluir su deploración en un doloroso modo hipoeolio (Mi menor sin sensible: dominante de La menor, diríamos hoy): Ahi, stelle ingiuriose, ahi ciel avaro! Monteverdi yuxtapone así, sin modulación previa, dos áreas armónicas ajenas si- tuadas a una distancia de tercera menor (o dicho con mayor precisión: superpone de manera abrupta dos trasposiciones de un mismo modo, antes de cambiar de modalidad). Y ese cromatismo irracional en el punto más crítico de la armonía –el bajo– se trasmuta en la imagen misma de la desolación, del estupor que la muerte instala en el alma del protagonis- ta, inmóvil, mudo, incapaz de asumir la noticia de la pérdida de Euridice. Pero sucede también algo de un calado mucho mayor: en este tránsito de la modalidad hacia la tonalidad, en esta charnela que al separar la prima de la seconda prattica ha abierto una vía sin retorno por la que la polifonía se ha trasmutado en monodia acompañada y el canto en teatro, se ha inscrito también el primer interrogante sobre las fronteras de un sistema musical aún no enunciado. Nos encontramos en febrero de 1607: la armonía tonal aún carece de un corpus teórico coherente, pero en este pasaje de la primera ópera de

la historia digna de tal nombre, se anuncia ya el fermento de su irremediable disgregación futura. La libertad enunciativa monteverdiana, nacida de una irrebatible necesidad dramáti- ca, pone en cuestión los propios pilares de una arquitectura sonora todavía in nuce.

Treinta años más tarde, y a instancias de Víctor Amadeo de Saboya, Príncipe de Carignan, Jean-Fery Rebel escribe una pieza instrumental titulada Le Cahos (sic) como pórtico para Les éléments, una de sus sonatas, escrita para dos violines y dos flautas que asumen un papel de obbligati frente a un gru- po instrumental opcional que puede incrementarse ad libitum con oboe, fagot, trompa, viola y violonchelo (amén del lógico bajo continuo). Tan respetable orquesta (y el término no se emplea aquí a humo de pajas: a fin de cuentas, se trataría de una escritura colla parte, duplicando las cuatro líneas de la textura para buscar una sonoridad masiva, que bien podría calificarse como “sinfónica”) tiene encomendada una música sorprendente: el acorde inicial superpone todas las notas de la escala de Re menor, formando un suerte de cluster de inu- sitada violencia enunciativa que se reitera en una pulsación monótona y amenazadora. Es como si la tonalidad estallase desde su propio interior, al superponer todos los grados, to- das las armonías posibles, en una especie de pantonalidad diatónica, podríamos decir. Según progresa la pieza, la ar- monía se decanta hacia un sonido único, la fundamental, que acaba armonizada en modo mayor, no sin atravesar episodios en que se superponen dominante y subdominante o domi- nante y tónica, creando ambigüedades y desorientaciones ar- mónicas que materializan con ingenua y colorista elocuencia la idea de ese principio en que “la tierra estaba desordenada y vacía y las tinieblas yacían sobre la haz del abismo” de la que nos habla el Génesis como inquietante metáfora. De un modo enteramente ajeno, cabe ver aquí una premonición de cier- tas piezas de Charles Ives o de George Antheil: pero también del misterioso arranque de la Alpensymphonie de Richard Strauss, que superpone todos los grados de la escala mayor.

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Tinieblas en las cumbres

Ya en 1798, Franz Joseph Haydn desarrollará en su Vorstellung der Chaos, que abre su oratorio Die Schöpfung a guisa de pre- ludio, uno de los más asombrosos frescos sinfónicos de todo el neoclásico, en el que, partiendo de un sombrío Do menor, deambulará por diversos vericuetos cromáticos y progresio- nes armónicas truncadas, cadencias evitadas y séptimas dis- minuidas enlazadas de modo no ortodoxo, transitando por to- nalidades tan alejadas como la de Re bemol a través de frases rotas, anhelantes y asimétricas. Como en la pieza de Rebel, la tonalidad también se discute aquí a sí misma desde su pro- pio interior, a mayor gloria de un programa casi pictórico. Se afirma que Haydn había visitado al científico Herschel en su domicilio de Slough durante su segunda estadía londinense: como lo describiera agudamente Robbins Landon, la sensa- ción que un oyente del xviii experimentaría ante esta música debió resultar asimilable a la de escrutar el vacío interestelar a través del gran telescopio provisto de un espejo de cuatro pies construido por el eminente físico (astrónomo dilettante, en realidad: su verdadera profesión era la de músico).

O a la de asistir a la première de Tristan und Isolde, cabría apostillar. La ópera de Wagner se estrenó en la Hofoper de Múnich el 18 de junio de 1865: puede decirse que esa fecha escindió la historia del arte, no ya la historia de la música; la influencia de Wagner en la literatura o la pintura de la segunda mitad del xix, de los simbolistas a los decadentis- tas, es incuestionable. Por su parte, el “acorde de Tristan” ha sido, quizá, la música que más tinta haya hecho verter, lo que resulta llamativo toda vez que se trata de un simple agregado armónico. Pero su energía enunciativa como una multiplicidad potencial de motivos que sobre él confluyen y que de él derivan, junto con la fascinación de su ambigüedad armónica parecieran, aún hoy, inagotables, ambigüedad a la que contribuye de forma decisiva su orquestación, que su- braya el aspecto cromático del agregado al dotarlo de mayor peso instrumental que a la parte diatónica. Es bien conocido que un acorde muy similar se encuentra en la obertura de Der Alchymist, la ópera de Spohr estrenada en 1830, y que,

incluso (aunque escrito de otra forma), puede hallarse igual- mente en una sonata de Beethoven (la Op. 31 no 3). Pero en ninguno de tales casos cumple la función estructural como unidad musical y dramática que desarrolla allí. De los diver- sos análisis posibles, quizá el más verosímil es el que lo in- terpreta como un acorde sobre el segundo grado (dominan- te “prestada”) de La menor con la quinta rebajada al que se agregan dos apoyaturas cromáticas y que, lógicamente, tien- de a resolver sobre la séptima de dominante. Sin embargo, su ambigüedad (también cabe entenderlo como acorde de sexta aumentada sobre la sensible o como enarmonía del se- gundo grado de la remota tonalidad de Mi bemol), así como la lentitud de su exposición, hace que se perciba como un objeto en sí autosuficiente, que abre una posibilidad armó- nica sin precedentes: su influjo en compositores del siglo xx que, como Olivier Messiaen o nuestro Josep Soler, trabajan en lenguajes atonales es perfectamente constatable. Por lo demás, cambiando su escritura (invertido y escrito enarmó- nicamente como un acorde de La bemol menor con sexta añadida) aparece igualmente en los compases siete y ocho de Pelléas et Mélisande, la ópera de Debussy, e inmediata- mente después, traspuesto medio tono alto, formando parte de la tercera armonización del tema del Destino al super- ponerse con la forma desarrollada del tema de Mélisande. Harmuth Krones ha señalado en los cuatro compases de ese comienzo anhelante y misterioso la presencia de otras tan- tas figuras retóricas arcaicas: exclamatio (la sexta ascenden- te inicial), passus duriusculus (el descenso cromático), cata- chresis (el acorde del tercer compás: el “acorde de Tristan” propiamente dicho) y suspiratio (la conclusión de la frase, que se detiene en un acorde de séptima de dominante que no se resuelve). Más allá de su apariencia insólita, su fuerza enunciativa se radica justamente en esa pervivencia de tales dispositivos históricos.

El camino de Damasco

Es obvio que esa sexta seguida de un semitono descendente puede encontrarse en numerosos episodios musicales operís- ticos anteriores y posteriores, desde La traviata (la melodía

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del clarinete que acompaña la escritura de la carta de Violetta en el segundo acto) al tema que describe el deseo que Lulu provoca en Schön en la ópera homónima de Alban Berg (y también en uno de los más importantes leitmotive de Merlin, la magnífica obra de Isaac Albéniz), o instrumentales (un motivo de especial relevancia que se escucha en los violines en la exposición del segundo tema de la Sinfonía Fausto de Liszt, escrito algo más de dos meses antes de que Wagner ini- ciase su ópera). Pero nada de ello enturbia la profundidad de su incógnita. Naturalmente, lo decisivo no está en esa línea melódica, sino en la irrupción de esa figura armónica que no se resolverá, sino que se desplazará ascendiendo un tono y, a continuación, tono y medio más arriba, vagando sin definir tonalidad alguna (¿cómo interpretarlo sin leer la partitura?) por un espacio armónicamente rarificado. El propio Wagner no fue por completo consciente de la excepcional novedad de lo que había compuesto hasta que no presentó ese prelu- dio en un concierto celebrado en París en 1860 que, amén de allegar fondos, formaba parte de una operación publicitaria destinada a provocar el interés hacia Tannhäuser, con vistas a su estreno (que resultaría desdichado, como se sabe) en la ciudad del Sena. Los profesores de la orquesta del Théâtre Italien “se perdieron al leer ese arranque a primera vista” durante el ensayo, y no por razones de dificultad rítmica o mecánica, sino, justamente, por la total desorientación tonal provocada por los sucesivos desplazamientos cromáticos del tema al moverse a través de esa nebulosa inicial que se diría sin origen ni destino. En la medida en que el acorde requie- re (y permite) una explicación armónica tonal, pero que, al tiempo, su fuerza expresiva convierte esa explicación en in- útil desde un punto de vista puramente enunciativo, puede decirse que, no ya la modernidad, sino el propio proceso de disgregación de los lazos tonales se abre de modo irreversi- ble con la llegada de ese motivo enigmático y admirable: el “acorde de Tristan” no precisa de ninguna lógica cadencial para imponer su energía evocativa, tiene sentido por sí mis- mo, más allá de toda progresión armónica. La liberación de la disonancia daba su primer paso hacia el futuro.

Desde la periferia

En los cincuenta años siguientes, los acontecimientos se pre- cipitan. Si Wagner avanza en la línea del cromatismo abso- luto, Liszt, por su parte, sin desdeñar esa dirección, ensaya soluciones más variadas, en las que se incluyen excursiones por escalas “exóticas” como la húngara o la hexatónica (ya presente en una fecha tan temprana como 1833, en Pensées des morts) que explora de manera sistemática hasta llegar a conclusiones sorprendentes. En La Chapelle de Guillaume Tell (1835), que pertenece al primero de los Années de pèle- rinage, encadena acordes perfectos creando una desorien- tación tonal de manera paradójica, y en piezas más tardías como Ossa arida (1879), superpone terceras hasta formar acordes de decimotercera completa dentro de un vocabulario armónico más variado que el de Wagner: quintas aumentadas consecutivas en la Sinfonía Fausto (cuyo tema de arranque, escrito sin armadura de clave, contiene las doce notas de la escala cromática formando la primera serie dodecafónica de la historia), séptimas disminuidas enlazadas paralelamente en Chasse-neige, retardos múltiples o pedales múltiples en la Ballade en Si menor. Si de Wagner se puede pasar directamen- te al primer Schoenberg, Liszt se sitúa, armónicamente, en una encrucijada de caminos que conducen tanto al modalis- mo ruso como al impresionismo francés, sin desdeñar el cro- matismo que él mismo ha practicado en otras obras y del que tanto partido sacaría su futuro yerno, menos original en un principio, menos experimental, pero más capacitado para lle- var adelante un desarrollo más sistemático y menos disperso de tan geniales intuiciones.

El empleo de escalas modales armonizadas modal o tonalmen- te puede encontrarse en numerosos compositores anteriores, de Bach a Beethoven y de Chopin a Brahms. Cabe ver el re- florecimiento de la modalidad y la tendencia hacia una “mú- sica de intervalos” en la última etapa del romanticismo como una consecuencia del nacimiento de las escuelas nacionales (Rusia, Escandinavia, Hungría, Checoslovaquia, Polonia...) y su interés por las escalas de los folclores autóctonos, mientras

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que la tonalidad es, por así decir, la música nacional alemana. La afirmación contra el “colonialismo musical” germano era un camino abonado para investigar las posibilidades de ar- monías modales y de las escalas no clasificables tonalmente. En tal sentido, resultaba inevitable que compositores como Mussorgsky, Borodin o Rimsky-Korsakov hayan tenido su in- fluencia más destacada en Francia, en autores como Debussy o Ravel y, previamente, en Gabriel Fauré, el francés más im- pregnado del modalismo y el que con más frecuencia emplea cadencias plagales. Debussy, en concreto, utilizará la moda- lidad dentro de un cuadro tonal al que no renunciará, pero ese mantenimiento se efectúa en el cuadro de una música en que todos los polos atractivos propios del sistema tonal se han debilitado hasta el extremo de lo irreconocible, bien por el uso de modos o escalas no tonales, bien por el empleo de acordes politonales (como el famoso “acorde de Pelléas et Mélisande”, superposición de una triada aumentada sobre un acorde perfecto mayor o de una triada perfecta mayor sobre otra menor), bien por el empleo de series de séptimas o nove- nas enlazadas en paralelo, bien por la ausencia de la relación V-I, bien por la desaparición de la sensible, bien por la combi- nación simultánea de cromatismo y modalismo. En todo caso, lo milagroso en Debussy es su modo de transformar cualquier material en sonido, creando una música que, si bien parecie- ra mantenerse fiel a la tonalidad, cifra su atractivo en otros valores (la tímbrica, la masa, la densidad...) al margen de la armonía funcional.

Cruzando las fronteras

La tonalidad como sistema comenzaba a debilitarse median- te la presencia en una dimensión cada vez más dilatada de escalas que, como las arriba citadas de tonos enteros (Do-Re- Mi-Fa sostenido-Sol Sostenido-La sostenido) o la octatónica que alterna tonos y semitonos (Si-Do-Re-Mi bemol-Fa-Sol bemol-La bemol-La natural) son tonalmente ambiguas y no definen una polaridad concreta en razón de sus simetrías. (Ya en la segunda mitad del siglo xx, el modalismo francés en- contrará su figura culminante en Olivier Messiaen, creador de un sistema modal basado en siete escalas de su invención

y sus correspondientes trasposiciones, dos de las cuales son justamente la octatónica y la hexatónica). Glinka o Rimsky- Korsakov han empleado estas escalas, ya practicadas por Liszt, con prodigalidad. Por otra parte, la fuerte impregnación del modalismo eclesiástico ortodoxo posibilitaba que en Rusia se desarrollase una música más allá de la tonalidad de manera simultánea pero al margen de lo que Schoenberg, heredero directo del cromatismo wagneriano, iniciaba en Austria. A tal respecto, resulta obligado hablar de una figura altamente individualizada. Alexander Scriabin es, quizá, el talento más personal dentro de la música rusa finisecular. Schoenberg no podía asumirlo (tampoco Stravinsky, cuyas diatribas hacia su música son bien conocidas), pero a la altura también de 1909, el año en que Kandisky realiza sus primeras acuarelas abs- tractas y Schoenberg compone sus primeras obras atonales (las Drei Klavierstücke Op. 11), Scriabin había desarrollado ya un sistema armónico atonal de propia invención: una suerte de modalismo derivado de un acorde sintético (al que algu- nos exégetas denominan aún “acorde místico”) formado por cuartas superpuestas Do-Fa sostenido-Si bemol-Mi-La-Re, acorde que, en último término, es una inversión del de de- cimotercera de dominante natural carente de quinto grado. Liszt ya había utilizado acordes por cuartas en algunas pie- zas de los Années de pèlerinage, y ese tipo de armonía, muy frecuente en Alban Berg como acorde de paso, será sustan- cial en algunas obras expresionistas de Schoenberg, como la Kammersymphonie Op. 9 o las Fünf Orchesterstücke Op. 16. El referido “acorde místico”, colocado en forma de escala, pro- duce un hexacordo ascendente por tonos con el primer grado cromatizado: La-Si bemol-Do-Re-Mi-Fa sostenido.

Exactamente es una trasposición de la inversión retrograda- da que Berg (quien desconocía la música de Scriabin) em- pleará como generador del material melódico y armónico de Wozzeck y que se anticipa en su propio (y magistral) Cuarteto Op. 3: Fa-Sol-La-Si-Do sostenido-Re natural (con “tónica” en Sol en el caso de Wozzeck). En ambos casos, se trata de una escala hexatónica con un grado alterado. Pero lo importante es constatar que la estrecha semejanza entre ambas forma-

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ciones no acarrea parecido alguno entre las músicas de uno y de otro.

El caso de Scriabin resulta de especial importancia, porque su trabajo aspiraba a definir un genuino sistema, una verda- dera armonía no tonal, mientras que los compositores de la segunda escuela de Viena empleaban el total cromático de una manera menos sistemática o, por mejor decir, más indi- vidualizada y menos generalizable, durante los mismos años. A partir de Le poème de l’extase (1908), el músico ruso (para el que la armonía era un melos condensado verticalmente y la melodía una armonía horizontalizada) utilizó la escala de- rivada del acorde sintético en forma sistemática, definiendo tres modelos cadenciales a partir de las doce trasposiciones de dicho acorde ordenadas según un dodecágono: a) el enlace “perfecto”, que equivaldría funcionalmente a la marcha V-I en la gramática tonal, corresponde al de dos trasposiciones que contengan cuatro notas comunes de modo que la más aguda del primero sea la tónica del segundo (que ocupan vér- tices que forman dos exágonos inscritos: el correspondiente a los vértices pares y el de los impares); b) el “plagal”, equiva- lente al de dos trasposiciones que tengan dos notas comunes (lo que define tres cuadrados: el formado por los vértices nú- mero 1, 4, 7 y 10, el correspondiente a los vértices 2, 5, 8 y 11 y el que agrupa los números 3, 6, 9 y 12); y c) el “cromático”, al de dos vértices sucesivos, que corresponden a trasposiciones con una única nota común. Más llamativo resulta aún que esa idea de racionalizar el espacio cromático (un problema que Schoenberg no afrontaría hasta 1920, con la formulación del serialismo) procedía de la teosofía y de la aspiración hiperro- mántica hacia un mesianismo místico que pretendía transfor- mar el universo mediante el arte.

Ma fin est mon commencement: la conclusión del proceso disolutorio de la armonía tonal se revelaba como la aurora de una nueva era, en la que cualquier organización de notas al margen de toda articulación jerárquica puede emplearse como base del discurso musical. Crepúsculos: el Abendrot de la tonalidad se revelaba, a partir de la primera década del

siglo xx como el Morgenrot de la música futura. Es decir, de todas aquellas músicas que cimentarían la inmensa diversidad de nuestra propia música presente.

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