jueves, 6 de octubre de 2011

La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX

Adentrarse en los nebulosos derroteros del arte contemporáneo y aspirar a comprenderlos parece haber sido, desde principios del siglo XX, una tarea con personalidad propia, más allá incluso –o más acá– de la contemplación artística propiamente dicha. Sólo el cine parece haber esquivado con éxito, salvo excepciones, esa “doble moral” dada en la historia del arte actual. Es un hecho innegable: quienes hoy deseen escuchar música contemporánea tienen una doble tarea. Por una parte, escuchar; por otra, leer. Los músicos de hoy son a la vez compositores y filósofos, o algo parecido a filósofos. En cualquier caso, músicos y pensadores. ¿Una buena herencia romántica? Sin ninguna duda. Beethoven dejó escrito, en más de una ocasión, que un artista debía conocer como nadie los entresijos de su arte, pero también coquetear íntimamente con los grandes pensadores, escritores, historiadores y artistas, estuvieran vivos o muertos. Beethoven conocía la obra de Goethe y Schiller, pero también leyó a Kant, cuya Crítica de la razón práctica admiraba.

Pero las vanguardias no recibieron su herencia sin transformarla. Acentuaron esta exigencia hasta el punto de convertirla en un paso rigurosamente necesario. Radicalizaron la idea de la comprensión filosófica hasta especializarla y hacerla sui generis. Comprender el arte del siglo XIX constituía adentrarse en la historia completa del ser humano, donde el pasado jugaba un papel central.

1 (Como resultaría imposible e inútil realizar un recorrido detallado del contenido de esta ingente obra, que recoge más de dos milenios de teorías musicales, y puesto que no existe una finalidad más importante para acometer su lectura que la comprensión del presente, me ceñiré en esta breve reseña a rescatar algunos aspectos importantes de la estética y la historia musical del siglo XX, muchos de ellos no tratados en esta obra, pero que precisamente han sido elegidos como complemento o clarificación de esta obra y su importancia, y finalmente citaré algunos aspectos especialmente valiosos tratados en ella. Diré de antemano que la estética, el pensamiento sobre la música, necesita como nunca que se le preste una atención rigurosa, sin duda más que cualquier otra disciplina que verse sobre la música o trate directamente con ella. Resulta imposible comprender la situación actual de la música, y en general del arte, sin haber realizado al menos un recorrido como el que esta obra propone. También veremos hasta qué punto la estética musical puede ser importante para la comprensión del arte, y –aunque, por cuestiones evidentes, lo diremos de pasada- cuáles son los privilegios estéticos que hacen de la música un arte tan especial e importante para el hombre. Quien se fije atentamente, no sólo verá cómo la música capta magistralmente la sociedad en la que nace, cómo la sociedad puede beneficiarse de ella, e incluso, hasta qué punto puede rebelarse contra dicha sociedad; sino también cómo la música puede aportar al hombre formas únicas, y quizá inigualables, de comprensión filosófica.)Al contrario, para las vanguardias ello supondrá un paso inequívoco de especialización limitado al presente. La ruptura con el pasado se torna una pretensión totalizadora y anti-historicista que quizás sólo cambiará después de la Segunda Guerra Mundial. Lejos del deseo por esquivar los prejuicios, como otrora pretendieran Bacon o Spinoza, las vanguardias afirman los suyos propios frente a los del pasado. No existe un verdadero ánimo por resolver las contradicciones porque, en el fondo, el espíritu de la vanguardia se opone a la Ilustración. Frente al anhelo kantiano por una sociedad razonable que habría que construir, los primeros artistas del siglo XX se caracterizan por estar a la defensiva contra todo valor y contentarse con la destrucción. Sin embargo, de una manera contradictoria, siguen siendo ilustrados, pues pretenden que el arte denuncie los excesos de la sociedad y los corrija de algún modo. Toda vanguardia tiene su propia revista, sus pretensiones políticas y, sobre todo, su manifiesto. Nadie puede comprender el Futurismo sin leer el Manifiesto futurista –una aspiración teoricista que, salvando las distancias, acaece todavía hoy. Pero tampoco hay nada tan bello como el propio siglo: un automóvil – afirmaba Marinetti– es más bello que la Victoria de Samotracia. La búsqueda de un arte realmente originario, puro, deshumanizado, carente de la contaminación borreguil perpetrada por las convenciones y la propia historia, que en otros tiempos quiso encontrarse en el primitivismo o allende las fronteras occidentales, es también una pretensión romántica (aunque disfrazada del consabido anti-romanticismo) que se radicaliza poco a poco hasta llegar a los años veinte, cuando Duchamp elimina las distinciones entre el buen y el mal gusto. Por su parte, el surrealismo no es más que la exageración del inconsciente de Schopenhauer, asado a la plancha ardiente y ardorosa del psicoanálisis, con el cual se pretende haber encontrado un nuevo mundo, frente al mentiroso mundo “consciente” de la Modernidad. Todo ello acentúa el valor del arte como algo más allá de la razón, una idea también romántica, pero tomada mucho más en serio. El arte es una religión en el siglo XIX, incluso una ciencia. En las vanguardias, el arte parece tomarse como si fuese la ciencia o la religión por excelencia. Por eso los artistas no pueden renunciar a la filosofía. Como científicos, son una

especie de sabios; como religiosos, no están dispuestos a dar cuenta de sus contradicciones. En otras palabras: son hegelianos. ¿Y quién puede pedirle a un hegeliano que simplifique su patética jerigonza? ¿Quién puede poner en duda la mágica síntesis de los contrarios sin ser acusado de simple tesista o anti-tesista? Por eso Freud es un ídolo de la vanguardia: ¿Cómo podríamos objetarle algo a quien traduce toda objeción en prueba de sus disparatadas tesis? Como supo Goethe, los arrebatados exploradores de enfermedades se convierten a menudo en seres enfermizos. Pero el fruto podrido produce sus gérmenes: para los más exaltados, la relación entre el artista y la locura, ya planteada por Aristóteles, se vuelve un hecho de la más estricta necesidad, aceptado sin rodeos en una actitud tosca y demagógica. Así, frente a las limitaciones kantianas o el escepticismo humeano, herederos de Sócrates y Pirrón, el siglo XX, en sus inicios, se impone con asertos categóricos e indiscutibles.

No es extraño, por ello, que en los años 30 se produjera una mezcla –heterogénea donde las haya– entre arte y política; entre esteticismo y populismo. Hegel ya lo chapurreaba con sus colegas: ¿Separación de poderes? ¡El Estado es Uno! El espíritu se encarna en los Estados, y aquél que se encuentre en mejor posición encarna la voluntad absoluta, sobre la cual los demás pueblos no tienen derecho. ¡Ese pueblo es el dominador del mundo! Tenía una forma impulsiva de reflexionar, excitada, irracional, estética en el peor sentido: “sin la intervención reguladora de la razón” –como definió Breton su propio arte en 1924. Quizás por este motivo a más de uno se le haya ocurrido relacionar el arte de vanguardia con el auge del totalitarismo (algo particularmente cierto en el caso del futurismo), sin ser pocos los que aceptan con aplomo la acogida de Nietzsche y Wagner en el saco de la carroña hitleriana. Aunque la libertad de las vanguardias no fue siempre favorecida en los regímenes totalitarios y los escritos de Nietzsche sufrieron ciertas modificaciones para traspasar el filtro germano, sin embargo todos ellos parecen compartir una especie de espíritu prometeico y mesiánico, de corte anti-humanista y anti-cultural, amante de la tabula rasa, de la violencia, el fanatismo, la intuición y de un espíritu redentor, muy efectivo después de la crisis económica y que, de un modo latente, venía preparándose desde principios de siglo. Tan ordenaditos y peleones, los uniformados

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alemanes codician la sensualidad de aquello que entra por los ojos; sin mediación de la razón, cual cumplimiento práctico del adagio bretoniano, sus frívolas banalidades resuenan bajo la rúbrica hipnótica del cascabel serpentino y hechicero. Como Mesmer, maestro de Freud, Hitler es un hipnotizador teatrero que aprovecha los movimientos reales de la muchedumbre, obteniendo su asentimiento y dando inicio a su pantomima manipuladora. Sólo así Alemania consigue estar, como las vanguardias, avant- garde: ¡una palabra prestada del ejército!

Pero no seamos demasiado tercos: el formalismo de Kant también encaja en la horda nacionalsocialista. Sin ir más lejos, Adolf Eichmann era un ferviente admirador de Kant, con cuya lectura habría reforzado sus ideales en torno al deber por el deber y la responsabilidad ineludible con respecto a Hitler. También Adorno y Horkheimer han hecho notar con gran acierto la relación entre Ilustración y barbarie totalitaria. Sin embargo, lo que está en la base de todas estas asociaciones no puede ser la pretensión de mostrar un “pre-nazismo” en las vanguardias o la Ilustración, sino, simplemente, tener en cuenta un hecho histórico resultante de innúmeros factores que, de un modo u otro, necesitan ser nombrados para comprender los hechos en su complejidad. Dicho de otra manera: hace falta leer a Nietzsche y escuchar a Wagner para comprender a Hitler, pero eso no quita ni añade ningún valor a sus obras respectivas, ni mucho menos prueba una relación legítima entre ellas. Lo que deberíamos denunciar es la estupidez de las teorías y el apoyo real prestado a los regímenes que despreciamos, para lo cual no nos faltan artistas y científicos, desde futuristas, expresionistas o arquitectos de la Bauhaus, hasta biólogos, genetistas y geógrafos, los cuales hicieron entender a las masas que el camino recorrido tenía sentido. A esos artistas es a quienes debemos juzgar sin miramientos de esteta imbécil, que considera un delito tomar a los artistas y a sus obras por lo que son, cuando lo que son no destaca por su lucidez. Nosotros no hemos retorcido el bigote de Dalí, ni hemos creado su pueril fascinación por Hitler, ni mucho menos estamos obligados a glorificar su personalidad narcisista. Aunque resulte una perogrullada, conviene decirlo: existen artistas reconocidos que no merecen por ello, ipso facto, nuestro aprecio.

A partir de la Segunda Guerra Mundial las primeras vanguardias han muerto, pero el arte parece seguir cierta evolución interna continuada. Schoenberg y Alban Werg, aunque de dicto aparecen todavía como románticos e, incluso, como continuadores del pasado, de facto anticipan en sus obras la desilusión ante el totalitarismo. Los nuevos artistas observan la atonalidad como una respuesta plausible contra las convenciones pasadas y por ello aceptan sus logros. El debate entre serialismo y tonalidad implicó para muchos compositores una alternativa tajante entre el conformismo y la destrucción de los antiguos valores. Lo mismo ocurre en el ámbito pictórico con el rescate del surrealismo, el dadaísmo y la pintura abstracta, devaluados durante los regímenes totalitarios como “arte degenerado”. Pero la continuidad no es tan fuerte como parece: componer ya no es lo mismo después de Auschwitz. Para Adorno, los campos de concentración han hecho imposible la poesía, y esta situación de crisis empieza a dar verdadero sentido a la afirmación sobre el fin del arte. De nuevo, aunque esta vez en una dirección totalmente distinta, ser artista significa ante todo mantenerse al margen de la idiotez. La teoría ya no es un simple parapeto de la obra, es algo que se funde con ella de la forma más homogénea. El artista debe conocer su arte y convertirlo en un alegato contra lo tétrico del mundo, lo que en muchos casos significa el silencio más absoluto. John Cage, en el año 1952 –curiosamente, el mismo año en que Boulez publica su artículo Schoenberg a muerto–, hace pública su obra para piano 4’33’’, que de forma intencionadamente absurda e irónica se divide en tres movimientos, con los cuales intentaría mostrar la importancia del tiempo como aquello subyacente a todo hecho sonoro, y donde el intérprete se limita a subir al escenario sin hacer nada. El arte enmudece para imponerse al mundo totalitario tanto como el atonalismo de Schoenberg, en el periodo de entreguerras, constituía una forma de condenar a la sociedad de masas. De la Escuela de Viena pasamos así a la Escuela de Darmstadt, cuya influencia llega hasta el siglo XXI con figuras como Stockhausen (1928-2007) o Pierre Boulez (1925). En plena democracia, su música sigue siendo acompañada con voluminosos y concienzudos escritos; sus conferencias se confunden con sus conciertos y, en buena medida, ambas cosas se convierten en momentos interdependientes de un mismo acto. A pesar de las similitudes con las primeras vanguardias, la reflexión teórica parece ser más consciente, menos entregada al mito del inconsciente, al misticismo de Steiner o a la vaguedad espiritosa propia de Kandinsky. Después de la Segunda Guerra Mundial es cuando se ha asistido a la verdadera revolución musical y artística. El atonalismo no era más que la negación de la tonalidad, pero seguía manteniendo lo fundamental: las doce notas del piano temperado, heredero de una larga evolución que se remonta al siglo XVII. Sin embargo, la música aleatoria, tanto como la electrónica o la concreta, han destruido casi por completo el lenguaje tradicional y su forma de comprenderlo. Por supuesto, sus ideas vienen de algún sitio, y en muchos sentidos son herederos de Messiaen, Debussy o el propio Schoenberg, pero su música ha cambiado de forma radical. Factores tan importantes como la interpretación, la notación musical, la dirección, el público o la composición, se cuestionan constantemente o, simplemente, dejan de existir.


La segunda mitad del siglo XX pretendió haber destruido la separación entre música y ruido (con el precedente futurista de Russolo), mientras algunos asistentes impávidos no cesaban de preguntarse para qué podrían necesitar ellos pagar una entrada y escuchar ruidos. ¿Resulta necesario un especialista en ruidos? ¿No es esto una forma de encubrir al antiguo genio romántico, a esa especie de ídolo al que resulta peligroso –o retrógrado, según la jerga de quien pertenece al juego– cuestionar? Otros pensaban que el nuevo artista ponía en práctica una suerte de sacrificio mesiánico, sobre el cual sólo las más conspicuas inteligencias podían comprender algo; otros, que el nuevo artista respondía al ideal del verdadero filósofo, capaz de concitar, como el mejor Wittgenstein, a callar sobre lo misterioso del mundo, para lo cual se valdría del arte como un medio idóneo en aras de “mostrar” lo que no se puede “decir”; otros, en fin, suponían que el nuevo artista podía invitarnos, como Heráclito, a no escuchar nunca al sujeto, sino solamente al logos. Así, el artista se convierte en un simple intermediario: como Wittgenstein, se limita a cedernos la escalera, para después hacerla pedazos. El mismo Schoenberg, a pesar de su revolucionario y disonante atonalismo, tildó a Cage de inventor, negándole el título de compositor. Esta afirmación tiene la máxima importancia y encaja como una pieza de puzle con los ideales del nuevo artista. Mientras en el siglo XIX el artista es el supremo jefe del arte, en la segunda mitad del siglo XX el arte manda sobre el artista: la obra de arte es un acontecer impersonal de la verdad. El artista desaparece y el compositor sólo intenta invitarnos, sin necesidad de marcarnos el camino. Esa es la finalidad de los happenings, realizados por Cage (¡un músico!) por primera vez. Pero eso significa que, en el fondo, tampoco el arte debe ser escuchado. Como si volviésemos a la armonía de las esferas pitagórica, o al Mundo de las Ideas de Platón, lo importante está más allá de lo que se escucha. Pero al mismo tiempo lo escuchado parece suponer un paso esencial. La música es una simple escusa para despertar nuestra capacidad de abstracción: como aquel hombre que huye del mundo para comprenderlo. El arte huye de sí mismo y lo hace, ante todo, porque el arte no puede ser algo humano. A ello subyace la idea de comprender el sonido por sí mismo: el silencio barniza la obra de arte con una pátina de verdad, tanto como la música electrónica supone un estudio científico y milimétrico del sonido. John Cage, después de sus experiencias en la cámara anecoica de Harvard, se percató de la problemática inherente a la noción de silencio, el cual no sería más que el producto de una falta de atención o de intención por escuchar. Frente a la emancipación del formalismo y la expresividad románticos, el siglo XX impone la emancipación del sonido de ese mismo formalismo y esa expresividad. Las relaciones temporales entre las notas, que para Rousseau constituían la forma adecuada de captar el movimiento dinámico de los sentimientos, hacían depender la importancia de cada sonido de la relación que guardasen con el resto de la obra. Lo mismo puede decirse del formalismo kantiano propio de Hanslick, de la teoría de Burney que hacía de la música un “lujo inocente” o de la importancia de la música –según los ingleses– por su sorprendente desarrollo histórico. Tampoco resulta esencial discutir si la música, como pretendía Bach, debe tender a Dios y a la recreación del espíritu; o si, como pensara Mendelssohn, la música puede definir los sentimientos imposibilitando toda traducción, no porque la música sea demasiado abstracta, sino precisamente porque es demasiado concreta, dándonos una oportunidad inestimable para entregarnos al descubrimiento de nuestra más profunda interioridad. Contra esto, la nueva música pretende llegar al fondo de la cuestión auditiva, al momento originario que subyace al valor único de la música. El hallazgo de Cage supone que el sonido y el silencio nos revelan el taciturno jalón originario del hecho musical: cada sonido por separado anhela tener su propio valor y revelarnos la esencia de la música. Pero detrás del sonido sólo queda una cosa, como manifestó Debussy: el tiempo. ¿Y qué tenía que ver el tiempo, como elemento propio de la música, con la “espacialidad” propia de la formalización y la armonía occidental, siempre absorta bajo el pitagorismo de Rameau? De ahí surge la experiencia de la música concreta: el tiempo no excluye lo cotidiano. La experiencia estética puede encontrarse en la naturaleza y en la calle: no importa la forma o la gramática que un hombre pueda imponer a los sonidos –la gramática, según Nietzsche, es dogmática sierva de la teología–, lo importante es el sonido en sí mismo, libre de todo desdoro. La abstracción de la idea y el mundo son lo importante, no el hombre. El artista se limita a ser quien pregunta, indicando o sugiriendo, pero sin decir nada, como si una voz socrática (sin aires de parturienta) nos increpara a la verdad con tímido susurro: ¿Lo escuchas?


La música es un lugar idóneo para asistir a la naturaleza del arte y sus cambios. Por su asemanticidad, ella refleja aquello que todas las artes tienen en común. La poesía, la pintura, la arquitectura o la literatura no se caracterizan como tales por lo que dicen, sino por cómo lo dicen. Por muy importante que pueda llegar a ser el qué del cual se sirve el arte, éste no pasa a ser un arte determinado hasta que no se le da una determinada forma. Incluso cuando hay algún qué al que un arte concreto no puede dedicarse, ello se debe precisamente a que el cómo no se lo permite (lo que ha hecho pensar a muchos, acertadamente, que la distinción entre forma y contenido referida al arte es, sobre todo, pedagógica). En la música, el cómo es lo único que existe –o, dicho de otra manera: todo su contenido depende única y exclusivamente de su forma–, y por ello resulta un lugar perfecto para comprender qué es exactamente el arte. En este sentido, una buena manera para comprender la especificidad del arte consistiría en asistir a las teorías musicales escritas desde la Antigüedad hasta la actualidad. Aunque sea por analogía con la música, la historia de su comprensión puede servirnos a modo de trampolín hacia el resto de las artes. Por ello, y también por el valor que la música tiene específicamente como arte, esta ya canónica obra, La estética musical desde la Antigüedad hasta el siglo XX, de Enrico Fubini, resulta imprescindible. No hace falta que destaque sus cualidades: como historia de la estética musical es sin duda lo mejor de que disponemos en España: obra erudita, clarísima, bien traducida y editada por Alianza. Constituye una manera perfecta para obtener una visión de conjunto –tan importante hoy en día, que nos agobian los “especialistas”– y percatarse del cambio sufrido por la teoría estética en la actualidad, si la comparamos con las teorías griega, medieval, ilustrada o romántica. Pero la obra es más importante aún para quienes estamos convencidos de que cada uno de estos periodos históricos representa una perspectiva digna de ser tenida en cuenta, desde la cual podemos sacar a relucir aspectos ejemplares con los cuales comprender el hecho musical. Una visión conjunta como la presente nos pone en la pista del gran valor de la música como arte y nos invita a sopesar su complejidad: Platón, Boecio, Zarlino, Monteverdi, Rameau, Rousseau, Beethoven, Nietzsche, Wagner, Hanslick, Adorno, Schoenberg o Stravinsky, por citar sólo unos pocos, constituyen puntos obligados de referencia si queremos comprender lo que pueda ser exactamente la música. Cuando uno ha leído la obra de Fubini “de un tirón”, contemplando tan seguidamente las reflexiones de épocas y pensadores tan diversos, siente que su interior se puebla de pronto con imprescindibles compañeros de viaje, sin los cuales uno no podría llegar nunca a puerto seguro, y recuerda así hasta qué punto los hombres podemos olvidar los descubrimientos del pasado, con independencia de si nuestro trabajo sigue escrutando el mismo objeto. Quizás porque, en el fondo, el objeto nunca es el mismo, nos damos cuenta de cuánto podemos aprender de nuestros predecesores.


En segundo lugar, por cuanto esta obra aborda la música del siglo XX, puede tener otro cometido no menos importante: comprender los límites del arte. (Mirado desde otra perspectiva, podríamos hablar del carácter anti-limitativo del arte, con lo cual haríamos referencia al deseo por experimentar los límites del arte, sea para deshacerlos o para mostrar cómo, a partir de ellos, puede asistirse a un vasto campo de “nuevos orígenes”, todos ellos válidos). Y es que, al menos de forma intencionada, sólo en tal siglo hemos asistido a una destrucción tan radical con el pasado y hemos construido una consciencia tan intensa sobre el valor del arte, con la intención de llevarlo hasta sus últimas consecuencias y dejar abierto un campo amplísimo de posibilidades. Las últimas teorías de Gisèle Brelet, Ernst Bloch o Pierre Boluez reflejan esta situación, la cual se confirma en el hecho de que sus preocupaciones no hayan sido propiamente estéticas o relativas a la música misma en general, sino que más bien se hayan centrado en la teoría del arte, abordando los problemas que suscita de forma específica la música actual (aunque sea para ofrecer, después, perspectivas más amplias). La eliminación del centro de atracción tonal se convierte en un problema menor si lo comparamos con los que suscita la música aleatoria. Concentrados en el timbre y la naturaleza del sonido, la eliminación ocasional de toda estructura suscita el debate sobre el lenguaje artístico: ¿puede existir significado en tales condiciones? La antigua discusión de la expresividad no es tampoco lo central, pero ¿podemos eliminar lo expresivo y reducirlo a la nada? El arte implica a los artistas, y como tales siguen estando cotizados en nuestra sociedad. Entonces, ¿no debo esperar de ellos una experiencia significativa? Si el arte no expresa nada, eso es lo que expresa, nada, y por tanto es algo prescindible. El problema es que toda comunicación parece implicar un mínimo de convenciones y de sintaxis, algo que se ha cuestionado radicalmente en el arte actual. El verdadero artista debe enfrentarse a esta contradicción y quizás su valor dependa del modo en que la resuelva. Sólo en este sentido, paradójicamente, la discusión detallada sobre el arte del siglo XX ha llegado a suponer una de las reflexiones más profundas sobre el problema de la demarcación entre arte y no-arte, y por tanto de lo que el arte pueda significar. Una situación, además, que no solamente se hace presente desde una perspectiva teórica, sino que, como hemos visto, ha llegado a convertirse en una de las actitudes artísticas por excelencia. Así, no sólo la teoría se centra en los límites del arte, sino que, de una manera un tanto excéntrica, el propio arte desarrolla una forma meta-artística de hacer arte. Esto podemos rastrearlo hasta hoy y verlo reflejado en la trayectoria de Michael Landy, desde la performance Break Down, donde destruyó todas sus posesiones en 2001, o la creación en marzo de 2010 de un contenedor gigante, donde el inglés pretende cuestionar las jerarquías artísticas arrojando en su interior distintas obras de arte.


En definitiva, una situación limítrofe que refleja todo un siglo. La primera mitad del siglo XX se nos muestra como uno de los periodos más sangrientos y aborrecibles de la historia. A pesar de una segunda mitad democrática, el contraste entre ambas mitades encuentra dificultades para consolarnos, sobre todo si miramos –como por añadidura– algo que ha estado ahí durante todo su desarrollo: el Tercer Mundo (precisamente, la noción “tercer mundo” fue acuñada en 1952 para hacer mención a los territorios que permanecieron neutrales durante la Guerra Fría). Además, ¿no favoreció nuestra democracia, y lo sigue haciendo, los convencionalismos artísticos que el propio el arte critica? No hay más que asistir a cualquier feria de arte contemporáneo para presenciar la farsa más descarada. Es un hecho que, si bien existen hoy innúmeros artistas cualificados, más que en épocas precedentes, también la mediocridad ha crecido de una manera desproporcionada. Como es evidente, esto supone una razón más que dificulta acercarse al arte de los siglos XX y XXI.


La música, como cualquier forma artística, ha reflejado en buena medida esta situación zigzagueante e insegura que he intentado mostrar. ¿Muerte del arte? ¿Arte sin lenguaje? ¿Arte que evita la comunicación? ¿Arte que huye de toda forma de expresión? ¿Arte llevado a sus últimas consecuencias, a su frontera con lo no-artístico? ¿Arte que huye del hombre y de sí mismo como creación dependiente del hombre? ¿Arte incomprensible? Quizás esto sea ya una forma de comprenderlo. En cualquier caso, el siglo XX ha concitado las reflexiones más profundas sobre el hecho artístico y sus inevitables contrariedades: tenemos historiadores de la música, semiólogos de la música, fisiólogos de la música, psicólogos de la música, sociólogos de la música y un largo etcétera de no sé cuantos especialistas más. Gracias a ello disponemos de un arsenal increíblemente mayor que el de nuestros antepasados para comprender al arte, pero también nos enfrentamos a los más diversos y contradictorios puntos de vista. Ello invita a los más recatados a suspender el juicio, para entregarse al siempre tranquilo escepticismo; a otros les despierta la curiosidad y la necesidad de investigar ad infinitum para lograr un mínimo de comprensión. Pero todos siguen de acuerdo en que el arte del siglo XX desborda la complejidad de los siglos pasados. En cualquier caso, la historia nos lleva de forma extraña a paraderos desconocidos. Un mismo motivo puede llevarnos a realizar cosas opuestas, tanto como un mismo cometido puede ser realizado

por razones distintas. El arte también puede ser cómplice de aquello que aborrece: el ánimo por obtener un conocimiento conjunto del hombre, más allá de la perspectiva uniforme y simplista de la sociedad de masas, ha llevado a estudiar el arte mediante el rigor y una vasta amplitud de miras, pero también ha creado, frente a la serenidad de Beethoven, la más burda especialización.

Daniel Martín Sáez Sinfonía Virtual, No 18, Enero 2011

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