Ayer tuve la suerte de convencer a
mis amigos para coger el coche desde Luxemburgo y viajar dos horas hasta
Bonn, con la principal intención de visitar la ciudad de Beethoven, y
especialmente el museo de su casa natal. El viaje fue bonito y la
experiencia maravillosa: un peregrinaje espiritual y musical como no
había hecho desde que, al aprobar la oposición, viaje a Viena en busca
de Mozart…
Llevaba tiempo con la idea en la cabeza de escribir una entrada sobre la “música absoluta” en la sección do-mi-sol-do.
Pero he aprovechado esta visitar para relacionar este concepto tan
interesante con los últimos días de Beethoven, a fin de hacer más amena
la exposición y valorar con mayor justicia la obra de este genio. Así
que me he decidido por hacer una entrada para la sección la risa de los inmortales, que la tenía bastante olvidada.
Lo primero de todo es explicar el concepto. La Wikipedia da una definición de música absoluta
que me parece acertada, pero creo conveniente realizar una breve
aproximación histórica al concepto y añadir algún que otro matiz.
Aunque no nos hayamos parado a pensarlo,
la música ha tenido (en términos generales) una función instrumental a
lo largo de la historia. Obviando manifestaciones musicales primitivas
(donde la música podía servir para que el chamán de una tribu induciera
un determinado estado de excitación, o para alertar a la población
frente a una amenaza o incluso para elevar la moral y dar órdenes a las
tropas en una batalla), una de las principales funciones de la música
era la de acompañar al canto. Sé que suena estúpido, pero escuchar una
obra musical sin voz, puramente instrumental, es un actividad
relativamente reciente.
Podemos traer a colación a los griegos,
cuyas tragedias se representaban con música (sin ir más lejos, la
palabra “orquesta” deriva del griego clásico, y se refería al lugar
donde se danzaba, aunque también había sitio para los músicos, que
acabaron acaparando el término para referirse exclusivamente a ellos).
Del mismo modo, las declamaciones de poesía en la Grecia clásica se
acompañaban con música, e incluso existían competiciones de “recitar
poesía” en las que se valoraba igualmente la habilidad del poeta para
tañer un instrumento (por ejemplo una lira).
Con el tiempo podemos encontrar otros
ejemplos. Distintas religiones han utilizado la música con distintos
fines (expandir su mensaje, reforzar el sentimiento de comunidad de sus
fieles…), y en el caso de la Iglesia católica, a partir de la Edad
Media, este hecho se vuelve bastante patente. Las primeras
manifestaciones musicales importantes que aparecen en España a partir
del siglo XII se enmarcan siempre en ámbitos religiosos. Me refiero a
música con instrumentos, pues la estrictamente vocal se consolidó con
anterioridad (piénsese en el Canto llano, y dentro de éste el
Gregoriano).
Fuera del ámbito religioso, la primera
música polifónica instrumental se circunscribe en estas fechas al mundo
de los trovadores y troveros. Como vemos, la música sigue ligada a un
papel secundario, reforzando y acompañando una liturgia o un romance
cantado.
Habría que esperar bastantes años para
encontrar música instrumental pura. Al principio los instrumentos
musicales se limitaban a dar las mismas notas que la voz cantante (lo
que se conoce como “tocar al unísono”), de manera que sólo aparece una
línea melódica, aunque haya tres instrumentos. Poco a poco, los
instrumentos comienzan a independizarse, realizando adornos y florituras
sobre la melodía del cantante, aunque siempre con un papel secundario.
Finalmente, con el paso del tiempo, podremos asistir al hecho de que un
instrumento solista simule la voz cantante, y el resto haga funciones de
acompañamiento, con adornos y contracantos. En este caso habremos
conseguido una música instrumental pura, pero todavía existen
reminiscencias de la música vocal.
Las primeras manifestaciones de esta
música pura, ajena a elementos extramusicales (como sería el texto de la
poesía o la oración que se canta), la podemos encontrar en la música
para baile. El Renacimiento y el Barroco conocieron muchas
manifestaciones musicales orientadas a la danza (pavanas, gallardas,
canarios, minuetos…). Un ejemplo lo podéis encontrar en mi entrada
anterior ¡vamos a bailar!
Pero incluso este periodo tan prolífico
no me gusta considerarlo, estrictamente, como la primera manifestación
de la música absoluta. Y aquí empieza realmente mi posición personal
sobre el tema y, por ende, el núcleo de la entrada.
¿Qué es para mí la música absoluta?
La música instrumental puede seguir
teniendo una finalidad extramusical. Se puede componer una danza para
bailar, una obertura para una ópera,intentando crear un ambiente
relacionado en mayor o menor medida con el drama que se va a
representar, o bien podemos componer un “estudio” para que nuestros
alumnos se ejerciten en una técnica concreta repitiendo ciertos patrones
que, a al producir una música agradable, hacen más amenos los
ejercicios y aligeran la habitual pesadez del estudio de un instrumento.
Sin embargo en todos estos casos, a pesar de tratarse de música
instrumental, desligada de un texto, sigo encontrando finalidades ajenas
a la música en sí. Es decir, la música sigue teniendo un papel
secundario: nos anima a bailar, crea un ambiente o facilita el estudio.
¿Cuándo encontraremos música cuya única finalidad sea la música en sí
misma?
Puedo aceptar que una sinfonía de Haydn o
un concierto de piano de Mozart sean considerados música absoluta. Al
fin y al cabo se trata de obras instrumentales, con la única finalidad
estética de agradar al espectador, alegrándole, conmoviéndole,
sorprendiéndole. Sin embargo prefiero el término aséptico de música
instrumental para referirme a estas manifestaciones. Tanto Haydn como
Mozart (con notables y valiosas excepciones dentro de sus amplios
catálogos) eran compositores dependientes, ya de un arzobispo, de un
noble, de un mecenas o del simple público que acudía a los conciertos.
El compositor siempre se enfrentaba a su obra sabiendo lo que otros
esperaban oír. Y trataba en cierta medida de ajustarse a dichas
expectativas.
Tendríamos que esperar a Beethoven para
encontrar al artista musical tal y como hoy día lo percibimos: alguien
independiente que se manifiesta o expresa a través de sus obras. Con
Beethoven encontramos un compositor que pudo conseguir lo que Mozart
inició pero sólo llegó a anhelar: componer lo que el músico quiere, no
lo que los demás esperan escuchar. Expresarse a través de la música,
sentir cada obra como algo suyo, y que los demás puedan reconocerle a
través de ellas.
Por eso es Beethoven, y en concreto el de
su último periodo, la primera y verdadera manifestación de la música
absoluta. Al final de su vida, Beethoven es famoso, no tiene problemas
económicos importantes (no nadaba en la abundancia, pero tampoco se
ahogaba) y, lo que es más trágico, está completamente sordo. En sus
últimos años la enfermedad que lo llevó a la muerte le obligaba a pasar
mucho tiempo en cama, aquejado de dolores y con pocas esperanzas de
mejorar. En estas condiciones, un autor tan prolífico como él rebajó
(como no podía ser de otra forma dado su precario y penoso estado de
salud) el número de composiciones hasta el punto de componer unos pocos
cuartetos de cuerda en sus dos últimos años de vida. Si echamos un
vistazo al catálogo
de sus obras, podremos apreciar el contraste entre las composiciones de
los años 1801-1802 (cuando asume definitivamente el problema de su
sordera) y las escasas composiciones de 1825-1826.
En futuras entradas hablaremos de la
apasionante biografía de Beethoven y, sobre todo, de sus espectaculares
cuartetos de cuerda (los últimos están considerados unas de las más
grandiosas obras musicales, por su complejidad armónica, melódica y de
ejecución). Pero ahora debemos unir ambos conceptos y realizar un
pequeño esfuerzo imaginativo, para entender y valorar el concepto de
música absoluta, tal y como yo lo entiendo.
Beethoven tiene 56 años. Se encuentra
enfermo y apenas sale de casa. Sus jornadas pasan lentas y dolorosas
entre las sábanas de su cama, con la única compañía de unas escasas
visitas y de su inseparable sordera. Una sordera que ya es total y le
obliga a usar cuadernos de conversación para comunicarse con los que se
acercan al pie de su cama para animarle y contarle cosas del exterior.
Como compositor afamado recibe muchos
encargos, algunos tan bien pagados como el que le oferta la Sociedad
Filarmónica de Londres para la composición de su “Décima sinfonía”. Pero
a pesar de seguir llenando sus cuadernos de apuntes con esbozos e ideas
musicales (conciertos, sinfonías, óperas sobre libretos de
Shakespeare…), el tiempo para estas obras quedó atrás. Su última
sinfonía (la célebre y universal novena) la estrenó en 1824 y su última
sonata para piano en 1822, dos géneros a los que consagró su vida
musical y que le encumbraron como uno de los mejores y más famosos
compositores de su tiempo. Salvo algunas bagatelas para piano y otra
composición esporádica, los dos últimos años de Beethoven se centraron
en la composición de cuartetos de cuerda. Pero unos cuartetos como nunca
antes se habían oído y a los que todavía los músicos no han terminado
de dar las gracias…
El propio Beethoven manifestó que las
ideas musicales que le rondaban la cabeza sólo podía expresarlas a
través del conjunto de música de cámara formado por dos violines, una
viola y un violonchelo. Y podríamos preguntarnos qué movía a un
moribundo a seguir componiendo una música que no podía oír, que nadie
iba a bailar y que era tan difícil de escuchar y ejecutar, que serían un
fracaso comercial seguro.
Pues ni más ni menos que la necesidad de
expresarse en términos puramente musicales. La depurada técnica
compositiva que Beethoven acumuló a lo largo de sus casi cincuenta años
dedicados a la música constituyó una herramienta de comunicación y
expresión como no se había concebido con anterioridad. Beethoven no
buscaba la fama, ni agradar al oyente, ni el dinero o la adulación de
sus muchos admiradores. Estamos ante una experiencia espiritual, un
diálogo entre el compositor, el hombre, y el mundo exterior, la
naturaleza o Dios, como cada cual crea conveniente llamarlo.
Asistimos por primera vez a lo que
considero música absoluta, pura, ajena a cualquier elemento
extramusical. No es una música para una misa, ni para bailar, ni
siquiera para intereses más crematísticos como dar un próximo concierto.
Se trata de una música para contemplarla. Para gozar única y
exclusivamente del placer estético de la música desnuda. Para asistir
impávidos a un discurso musical que no entendemos, pero que sentimos.
Estos últimos cuartetos de cuerda
representan un reto para quien los ejecuta, sin duda, pero también para
quien los escucha. Sería por tanto muy arriesgado para mí recomendar
alguno de ellos, ante el riesgo de presentar una música tan compleja que
invita más a dejar de escucharla que a plegarse ante su genialidad. No
obstante, os dejo un enlace con uno de mis preferidos: El cuarteto de
cuerda número 15, en la menor, opus 132. El movimiento Molto adagio
lo tituló Beethoven de la siguiente manera: “Canto sagrado de acción de
gracias de un convaleciente, a la divinidad, en el modo lidio”. Se cree
que lo compusó tras una crisis en su enfermedad que lo llevó a estar
cerca de la muerte. Al recuperarse dio gracias a la divinidad con este
movimiento, por haberle dado fuerzas para seguir componiendo. Se trata
de una obra musical única y maravillosa. Música y energía en estado
puro.
Cuarteto de cuerda opus 132 (primera parte de seis, podéis seguir fácilmente las otras partes que están ordenadas a la derecha).
Os dejo, que voy a ducharme. Hay que volver a la realidad…