viernes, 31 de agosto de 2012

La música absoluta: los últimos días de Beethoven

Ayer tuve la suerte de convencer a mis amigos para coger el coche desde Luxemburgo y viajar dos horas hasta Bonn, con la principal intención de visitar la ciudad de Beethoven, y especialmente el museo de su casa natal. El viaje fue bonito y la experiencia maravillosa: un peregrinaje espiritual y musical como no había hecho desde que, al aprobar la oposición, viaje a Viena en busca de Mozart…
Llevaba tiempo con la idea en la cabeza de escribir una entrada sobre la “música absoluta” en la sección do-mi-sol-do. Pero he aprovechado esta visitar para relacionar este concepto tan interesante con los últimos días de Beethoven, a fin de hacer más amena la exposición y valorar con mayor justicia la obra de este genio. Así que me he decidido por hacer una entrada para la sección la risa de los inmortales, que la tenía bastante olvidada.
Lo primero de todo es explicar el concepto. La Wikipedia da una definición de música absoluta que me parece acertada, pero creo conveniente realizar una breve aproximación histórica al concepto y añadir algún que otro matiz.
Aunque no nos hayamos parado a pensarlo, la música ha tenido (en términos generales) una función instrumental a lo largo de la historia. Obviando manifestaciones musicales primitivas (donde la música podía servir para que el chamán de una tribu induciera un determinado estado de excitación, o para alertar a la población frente a una amenaza o incluso para elevar la moral y dar órdenes a las tropas en una batalla), una de las principales funciones de la música era la de acompañar al canto. Sé que suena estúpido, pero escuchar una obra musical sin voz, puramente instrumental, es un actividad relativamente reciente.
Podemos traer a colación a los griegos, cuyas tragedias se representaban con música (sin ir más lejos, la palabra “orquesta” deriva del griego clásico, y se refería al lugar donde se danzaba, aunque también había sitio para los músicos, que acabaron acaparando el término para referirse exclusivamente a ellos). Del mismo modo, las declamaciones de poesía en la Grecia clásica se acompañaban con música, e incluso existían competiciones de “recitar poesía” en las que se valoraba igualmente la habilidad del poeta para tañer un instrumento (por ejemplo una lira).
Con el tiempo podemos encontrar otros ejemplos. Distintas religiones han utilizado la música con distintos fines (expandir su mensaje, reforzar el sentimiento de comunidad de sus fieles…), y en el caso de la Iglesia católica, a partir de la Edad Media, este hecho se vuelve bastante patente. Las primeras manifestaciones musicales importantes que aparecen en España a partir del siglo XII se enmarcan siempre en ámbitos religiosos. Me refiero a música con instrumentos, pues la estrictamente vocal se consolidó con anterioridad (piénsese en el Canto llano, y dentro de éste el Gregoriano).
Fuera del ámbito religioso, la primera música polifónica instrumental se circunscribe en estas fechas al mundo de los trovadores y troveros. Como vemos, la música sigue ligada a un papel secundario, reforzando y acompañando una liturgia o un romance cantado.
Habría que esperar bastantes años para encontrar música instrumental pura. Al principio los instrumentos musicales se limitaban a dar las mismas notas que la voz cantante (lo que se conoce como “tocar al unísono”), de manera que sólo aparece una línea melódica, aunque haya tres instrumentos. Poco a poco, los instrumentos comienzan a independizarse, realizando adornos y florituras sobre la melodía del cantante, aunque siempre con un papel secundario. Finalmente, con el paso del tiempo, podremos asistir al hecho de que un instrumento solista simule la voz cantante, y el resto haga funciones de acompañamiento, con adornos y contracantos. En este caso habremos conseguido una música instrumental pura, pero todavía existen reminiscencias de la música vocal.
Las primeras manifestaciones de esta música pura, ajena a elementos extramusicales (como sería el texto de la poesía o la oración que se canta), la podemos encontrar en la música para baile. El Renacimiento y el Barroco conocieron muchas manifestaciones musicales orientadas a la danza (pavanas, gallardas, canarios, minuetos…). Un ejemplo lo podéis encontrar en mi entrada anterior ¡vamos a bailar!
Pero incluso este periodo tan prolífico no me gusta considerarlo, estrictamente, como la primera manifestación de la música absoluta. Y aquí empieza realmente mi posición personal sobre el tema y, por ende, el núcleo de la entrada.
¿Qué es para mí la música absoluta?
La música instrumental puede seguir teniendo una finalidad extramusical. Se puede componer una danza para bailar, una obertura para una ópera,intentando crear un ambiente relacionado en mayor o menor medida con el drama que se va a representar, o bien podemos componer un “estudio” para que nuestros alumnos se ejerciten en una técnica concreta repitiendo ciertos patrones que, a al producir una música agradable, hacen más amenos los ejercicios y aligeran la habitual pesadez del estudio de un instrumento. Sin embargo en todos estos casos, a pesar de tratarse de música instrumental, desligada de un texto, sigo encontrando finalidades ajenas a la música en sí. Es decir, la música sigue teniendo un papel secundario: nos anima a bailar, crea un ambiente o facilita el estudio. ¿Cuándo encontraremos música cuya única finalidad sea la música en sí misma?
Puedo aceptar que una sinfonía de Haydn o un concierto de piano de Mozart sean considerados música absoluta. Al fin y al cabo se trata de obras instrumentales, con la única finalidad estética de agradar al espectador, alegrándole, conmoviéndole, sorprendiéndole. Sin embargo prefiero el término aséptico de música instrumental para referirme a estas manifestaciones. Tanto Haydn como Mozart (con notables y valiosas excepciones dentro de sus amplios catálogos) eran compositores dependientes, ya de un arzobispo, de un noble, de un mecenas o del simple público que acudía a los conciertos. El compositor siempre se enfrentaba a su obra sabiendo lo que otros esperaban oír. Y trataba en cierta medida de ajustarse a dichas expectativas.
Tendríamos que esperar a Beethoven para encontrar al artista musical tal y como hoy día lo percibimos: alguien independiente que se manifiesta o expresa a través de sus obras. Con Beethoven encontramos un compositor que pudo conseguir lo que Mozart inició pero sólo llegó a anhelar: componer lo que el músico quiere, no lo que los demás esperan escuchar. Expresarse a través de la música, sentir cada obra como algo suyo, y que los demás puedan reconocerle a través de ellas.
Por eso es Beethoven, y en concreto el de su último periodo, la primera y verdadera manifestación de la música absoluta. Al final de su vida, Beethoven es famoso, no tiene problemas económicos importantes (no nadaba en la abundancia, pero tampoco se ahogaba) y, lo que es más trágico, está completamente sordo. En sus últimos años la enfermedad que lo llevó a la muerte le obligaba a pasar mucho tiempo en cama, aquejado de dolores y con pocas esperanzas de mejorar. En estas condiciones, un autor tan prolífico como él rebajó (como no podía ser de otra forma dado su precario y penoso estado de salud) el número de composiciones hasta el punto de componer unos pocos cuartetos de cuerda en sus dos últimos años de vida. Si echamos un vistazo al catálogo de sus obras, podremos apreciar el contraste entre las composiciones de los años 1801-1802 (cuando asume definitivamente el problema de su sordera) y las escasas composiciones de 1825-1826.
En futuras entradas hablaremos de la apasionante biografía de Beethoven y, sobre todo, de sus espectaculares cuartetos de cuerda (los últimos están considerados unas de las más grandiosas obras musicales, por su complejidad armónica, melódica y de ejecución). Pero ahora debemos unir ambos conceptos y realizar un pequeño esfuerzo imaginativo, para entender y valorar el concepto de música absoluta, tal y como yo lo entiendo.
Beethoven tiene 56 años. Se encuentra enfermo y apenas sale de casa. Sus jornadas pasan lentas y dolorosas entre las sábanas de su cama, con la única compañía de unas escasas visitas y de su inseparable sordera. Una sordera que ya es total y le obliga a usar cuadernos de conversación para comunicarse con los que se acercan al pie de su cama para animarle y contarle cosas del exterior.
Como compositor afamado recibe muchos encargos, algunos tan bien pagados como el que le oferta la Sociedad Filarmónica de Londres para la composición de su “Décima sinfonía”. Pero a pesar de seguir llenando sus cuadernos de apuntes con esbozos e ideas musicales (conciertos, sinfonías, óperas sobre libretos de Shakespeare…), el tiempo para estas obras quedó atrás. Su última sinfonía (la célebre y universal novena) la estrenó en 1824 y su última sonata para piano en 1822, dos géneros a los que consagró su vida musical y que le encumbraron como uno de los mejores y más famosos compositores de su tiempo. Salvo algunas bagatelas para piano y otra composición esporádica, los dos últimos años de Beethoven se centraron en la composición de cuartetos de cuerda. Pero unos cuartetos como nunca antes se habían oído y a los que todavía los músicos no han terminado de dar las gracias…
El propio Beethoven manifestó que las ideas musicales que le rondaban la cabeza sólo podía expresarlas a través del conjunto de música de cámara formado por dos violines, una viola y un violonchelo. Y podríamos preguntarnos qué movía a un moribundo a seguir componiendo una música que no podía oír, que nadie iba a bailar y que era tan difícil de escuchar y ejecutar, que serían un fracaso comercial seguro.
Pues ni más ni menos que la necesidad de expresarse en términos puramente musicales. La depurada técnica compositiva que Beethoven acumuló a lo largo de sus casi cincuenta años dedicados a la música constituyó una herramienta de comunicación y expresión como no se había concebido con anterioridad. Beethoven no buscaba la fama, ni agradar al oyente, ni el dinero o la adulación de sus muchos admiradores. Estamos ante una experiencia espiritual, un diálogo entre el compositor, el hombre, y el mundo exterior, la naturaleza o Dios, como cada cual crea conveniente llamarlo.
Asistimos por primera vez a lo que considero música absoluta, pura, ajena a cualquier elemento extramusical. No es una música para una misa, ni para bailar, ni siquiera para intereses más crematísticos como dar un próximo concierto. Se trata de una música para contemplarla. Para gozar única y exclusivamente del placer estético de la música desnuda. Para asistir impávidos a un discurso musical que no entendemos, pero que sentimos.
Estos últimos cuartetos de cuerda representan un reto para quien los ejecuta, sin duda, pero también para quien los escucha. Sería por tanto muy arriesgado para mí recomendar alguno de ellos, ante el riesgo de presentar una música tan compleja que invita más a dejar de escucharla que a plegarse ante su genialidad. No obstante, os dejo un enlace con uno de mis preferidos: El cuarteto de cuerda número 15, en la menor, opus 132. El movimiento  Molto adagio lo tituló Beethoven de la siguiente manera: “Canto sagrado de acción de gracias de un convaleciente, a la divinidad, en el modo lidio”. Se cree que lo compusó tras una crisis en su enfermedad que lo llevó a estar cerca de la muerte. Al recuperarse dio gracias a la divinidad con este movimiento, por haberle dado fuerzas para seguir componiendo. Se trata de una obra musical única y maravillosa. Música y energía en estado puro.
Cuarteto de cuerda opus 132 (primera parte de seis, podéis seguir fácilmente las otras partes que están ordenadas a la derecha).
Os dejo, que voy a ducharme. Hay que volver a la realidad…

2 comentarios:

  1. ES IMPORTANTE CITAR LAS FUENTES o en todo caso compartir el link de la fuente. Este texto pertecene a Harry Haller. http://latribunadelloboestepario.wordpress.com/2010/12/05/la-musica-absoluta-los-ultimos-dias-de-beethoven/

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  2. Tienes razón, Osvaldo. De hecho, como aludido (o mejor dicho, "omitido"), he de recalcar que uno no escribe por dinero ni fama, pero siempre es justo citar la fuente de la que se obtiene un determinado texto.
    Gracias, Osvaldo, por hacerlo por mí.

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