martes, 27 de marzo de 2012

Fibonacci, música

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El uso de las matemáticas para la formalización y el cálculo de ciertos aspectos de las composiciones

fomenta la aparición y permanencia de dos tipos de situaciones entre matemáticas y música, ya

consideradas como disciplinas. Por un lado, continuando en cierta forma con la tradición pitagórica,

el músico establece en ocasiones un esquema matemático para la creación de sus composiciones

sobrepasando el uso habitual dado a las matemáticas, por otro, el músico crea la obra de forma

intuitiva utilizando cánones estéticos, carentes aparentemente de componente formal, y es el

matemático el que busca a posteriori un nexo entre la obra y las matemáticas.

Leonardo Pisano es mejor conocido por su sobrenombre Fibonacci. nació en Italia pero fue educado

en el norte de África donde su padre, Guilielmo, tuvo un puesto diplomático. El trabajo de su padre era

representar a los comerciantes de la república de Pisa que operaban en Bugia, más tarde llamada

Bougie y ahora llamada Bugía. Bugía es un puerto mediterráneo al noreste de Argelia. La ciudad se

asienta en la desembocadura del Wadi Soummam cerca del Monte Gouraya y el Cabo Carbon. Fibonacci

fue educado en matemáticas en Bugía y viajó mucho con su padre y reconoció las enormes ventajas de

los sistemas matemáticos usados en los países que visitó.

Fibonacci terminó sus viajes alrededor del año 1200 y en esa época regresó a Pisa. Allí escribió un

número de importantes textos que jugaron un importante papel en el despertar de las antiguas

habilidades matemáticas e hizo contribuciones significativas propias. Fibonacci vivió en los días

anteriores a la imprenta, por lo que sus libros fueron manuscritos y la única forma de conseguir

una copia de uno de ellos era tener hecha otra copia manuscrita. De sus libros aún tenemos

copias del Liber abaci (1202), Practica geometriae (1220), Flos (1225), y el Liber quadratorum. Dadas

las relativamente pocas copias manuscritas que se habrían producido, somos afortunados de tener

acceso a sus escritos en estas obras. Sin embargo, sabemos que escribió algunos otros textos, que ,

desafortunadamente, están perdidos. Su libro de aritmética comercial Di minor guisa se ha perdido al

igual que su comentario sobre el Libro X de los Elementos de Euclides que contenía un tratamiento

numérico de los números irracionales a los que Euclides se había aproximado desde un punto de vista

geométrico.

Los números de Fibonacci son los que forman la sucesión 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13,..., en la que a partir del tercer

término cada uno de ellos es la suma de los dos anteriores. Esta sucesión tiene varias propiedades

interesantes; por ejemplo, la sucesión formada por las razones entre cada número de Fibonacci y el

anterior, 1, 2, 3/2, 5/3, 8/5,..., tiene como límite la razón áurea (1.618...). Esta proporción se puede

encontrar ampliamente tanto en el arte como en estructuras naturales.

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Existen diferentes autores, como es el caso de Béla Bartók (1881-1945), que han utilizado dicha

sucesión como patrón para determinar ciertos elementos de sus composiciones. Dicho autor

desarrolló una escala musical basándose en la sucesión que denominó escala fibonacci. Así

mismo, en su obra Música para instrumentos de cuerda, percusión y celesta, un análisis de su fuga

muestra la aparición de la serie y de la razón áurea. Por otra parte, estudios realizados acerca de la

Quinta sinfonía de Beethoven (1770-1827) muestran como el tema principal incluido a lo largo de

la obra, está separado por un número de compases que pertenece a la sucesión. También en varias

sonatas para piano de Mozart (1756-1791) la proporción entre el desarrollo del tema y su introducción

es la más cercana posible a la razón áurea.

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Relaciones matemáticas de este estilo se han encontrado también en la coral situada al final de

Kunst der Fuge de Johann Sebastian Bach (1685-1750). En ella determinados motivos se repiten,

por disminución a escalas menores, una y otra vez con distintas variaciones dentro de una región

mayor de la pieza. Así, por ejemplo, varias voces repiten al doble de velocidad la melodía de la voz

principal. Este es un ejemplo de pieza musical autosemejante, que, como veremos más adelante,

es una característica de la geometría fractal, un concepto matemático de finales del siglo XX.

Existen trabajos que analizan la manifestación de estas características fractales en otras obras,

como en el tercer movimiento de la sonata numero 15 de Beethoven y el triángulo de Sierpinski,

o la analogía entre el conjunto de Cantor y la primera Ecossaisen de Beethoven.

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Los números también se pueden escuchar

Mariana God ́ınez Cu ́ellar Estudiante de Ingenier ́ıa Industrial del ITAM

“A mathematician, like a painter or a poet, is a maker of patterns. If his patterns are more permanent than theirs, it is because they are made with ideas. The mathematician’s patterns, like the painter’s or the poet’s must be beautiful; the ideas, like the colors or the words, must fit together in a harmonious way. Beauty is Me first tow

lea is no permanent place in the world for ugly mathematics.” G.H. Hardy

Durante muchos siglos se ha considerado que las matem ́aticas y la mu ́sica tienen cierta simili- tud y comu ́nmente se dice que tienen al menos cierta relaci ́on: la mu ́sica necesita del orden y la matem ́atica analiza ese orden; proporciones, simetr ́ıas, transformaciones, progresiones, m ́odu- los, logaritmos, series... ¡Toda la construcci ́on arm ́onica y parte de la mel ́odica es matem ́atica pura! Tambi ́en hay similitudes desde luego innegables, como lo m ́agico y lo abstracto de ambas; abstracci ́on que las hace parecer pertenecer a otro mundo y, sin embargo, tienen tanto poder sobre este mundo: las matem ́aticas tienen mu ́ltiples aplicaciones y muchos no podr ́ıamos vivir sin la mu ́sica.

Similarmente se puede encontrar en las mismas ciertas diferencias; diferencias que a su vez van de la mano y a final de cuentas terminan entretejiendo a la matem ́atica y a la mu ́sica. La mu ́sica cambia su textura y car ́acter segu ́n el lugar y la ́epoca. Puede ser cristalina o densa, sentimental o explosiva. Por su parte, las matem ́aticas son directas, nunca alteran su car ́acter. La mu ́sica se crea a partir de algo f ́ısico, instrumentos de todo tipo de materiales la producen. Las matem ́aticas son, sobre todo, abstracciones que, muchas veces, no necesitan ni siquiera papel y l ́apiz. La mu ́sica est ́a cargada de emociones, es alegre o triste, suave o agresiva, puede ser espiritual, est ́etica, religiosa, no obstante, no podemos hablar de un teorema “triste” o de una demostraci ́on “agresiva”.

Tanto el matem ́atico como el mu ́sico se encuentran ocupados resolviendo problemas o com- poniendo o interpretando, sin detenerse a pensar que ambos est ́an entregados a disciplinas que son paradigmas de lo abstracto.

La evoluci ́on de las matem ́aticas y la mu ́sica a lo largo de la historia han marcado el tipo de relaci ́on existente entre ambas, sin embargo, no es posible hablar de la existencia de nexos entre las mismas si no hasta que aparecen los primeros signos de teorizaci ́on tanto en la mu ́sica como en la matem ́atica.

Es en la Grecia antigua donde los principios unificadores, que constituyen el nu ́cleo tanto de las matem ́aticas como de la mu ́sica, alcanzan un grado suficiente de madurez como para

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que se establezcan las primeras relaciones. Ambos t ́erminos proceden respectivamente de los vocablos griegos musik ́e, “de las musas”, y mathema, que significa “aquello que se aprende”.

La concepci ́on cl ́asica de la mu ́sica como un subconjunto de las matem ́aticas permaneci ́o du- rante la Edad Media, y no fue sino hasta el siglo XII cuando se cre ́o una nueva divisi ́on de las ciencias, llamada escol ́astica divina, que no la inclu ́ıa espec ́ıficamente. Paralelamente, compositores y ejecutantes empezaron a separarse de la tradici ́on pitag ́orica creando nuevos estilos y tipos de mu ́sica. Por otra parte, la ejecuci ́on de obras m ́as complejas llev ́o a experi- mentar con m ́etodos de afinaci ́on alternativos que dieron lugar a una variaci ́on de la afinaci ́on pitag ́orica llamada afinaci ́on justa. En el nuevo m ́etodo se segu ́ıan utilizando las matem ́aticas como herramienta para calcular los intervalos, pero olvidando los principios pitag ́oricos, con lo que se abandonaba el modelo de belleza cl ́asico y la mu ́sica se disociaba de los nu ́meros. Este cambio de actitud caus ́o desacuerdo entre los matem ́aticos, quienes quer ́ıan una adherencia estricta a sus f ́ormulas, y los mu ́sicos, que buscaban reglas f ́aciles de aplicar.

El uso de las matem ́aticas para la formalizaci ́on y el c ́alculo de ciertos aspectos de las com- posiciones fomenta la aparici ́on y permanencia de dos tipos de situaciones entre matem ́aticas y mu ́sica, ya consideradas como disciplinas. Por un lado, continuando en cierta forma con la tradici ́on pitag ́orica, el mu ́sico establece en ocasiones un esquema matem ́atico para la creaci ́on de sus composiciones sobrepasando el uso habitual dado a las matem ́aticas; por otro, el mu ́sico crea la obra de forma intuitiva, utilizando c ́anones est ́eticos, carentes aparentemente de com- ponente formal, y es el matem ́atico el que busca a posteriori un nexo entre la obra y las matem ́aticas. Un elemento matem ́atico que ilustra muy bien los dos tipos de situaci ́on es la famosa sucesi ́on de Fibonacci: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13,... y en general, un t ́ermino es la suma de los dos anteriores.

Relacionado con la sucesi ́on de Fibonacci encontramos la secci ́on o raz ́on ́aurea. El cociente de dos t ́erminos sucesivos de esta sucesi ́on tiende al nu ́mero ́aureo: 1.618034 (tambi ́en conocido como nu ́mero de oro). La secci ́on ́aurea es la divisi ́on arm ́onica de una recta en media y extrema raz ́on; es decir, que el segmento menor es al segmento mayor como ́este es a la totalidad de la recta.

secci ́on ́aurea

Siguiendo la l ́ogica de la figura, si AB = 1 y AC = x entonces x2 +x−1 = 0, luego x = 0.618034. As ́ı, la parte mayor de cualquier longitud, dividida en raz ́on ́aurea, es igual a la longitud total multiplicada por 0.618034. Esta proporci ́on se puede encontrar ampliamente tanto en el arte como en estructuras naturales.

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Un ejemplo muy ilustrativo del uso de la sucesi ́on de Fibonacci y la raz ́on ́aurea es el del compositor hu ́ngaro Bela Bartok, una de las figuras m ́as originales y completas de la mu ́sica del siglo XX.

El mu ́sico, alrededor de 1915, desarroll ́o un m ́etodo para integrar todos los elementos de la mu ́sica (escalas, estructuras de acordes con los motivos mel ́odicos apropiados, proporciones de longitud, tanto de la obra en general como los de la exposici ́on, desarrollo, reexposici ́on, frases de conexi ́on entre movimientos, etc.) basado en la raz ́on ́aurea y su c ́ırculo de tonalidades, por un lado, y en la sucesi ́on de Fibonacci, por otro.

El c ́ırculo tonal de Bartok es el siguiente: consid ́erese el c ́ırculo de tonalidades vecinas o c ́ırculo de quintas (sucesi ́on ascendente o descendente de notas musicales separadas por intervalos de quinta) dado de la siguiente forma: num ́erense las notas do, do#, re, re#, mi,..., si del 0 al 11, respectivamente; luego, ord ́enense los nu ́meros anteriores en una circunferencia saltando 7 lugares (como se muestra en la figura). T ́omese do como la t ́onica T (altura musical m ́as importante de una tonalidad) y as ́ıgnense las letras D, S y T sucesivamente a cada nota del c ́ırculo (siguiendo las manecillas del reloj): D designar ́a a la dominante y S a la subdominante.

As ́ı, cada nota t ́onica estar ́a rodeada de su subdominante y su dominante; por ejemplo, re# ser ́a t ́onica con subdominante sol# y dominante la# y as ́ı sucesivamente. Si unimos, mediante ejes, los puntos T, D y S, obtendremos los llamados ejes de las t ́onicas, de las dominantes y de las subdominantes. En particular, existe una relaci ́on m ́as adecuada entre los polos opuestos. Esta relaci ́on es el principio fundamental de la mu ́sica de Bartok. Muchos ejemplos de su mu ́sica siguen este principio.

C ́ırculo de Tonalidades de Bartok

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En cuanto a la Forma y la Armon ́ıa, Bartok utiliza el principio de la raz ́on ́aurea. Por ejemplo, en el primer movimiento de Sonata para dos pianos y percusi ́on, que consta de 443 compases, si se multiplica este nu ́mero por 0.618034 se obtiene el comp ́as 274, el cual ser ́a el punto donde justamente se inicia la reexposici ́on del tema principal de la sonata (la forma sonata est ́a basada en dos temas musicales diferentes que se exponen, se desarrollan y se reexponen).

Representaci ́on gr ́afica del uso de la raz ́on ́aurea en Sonata para dos pianos y percusi ́on

Allegro B ́arbaro es otra composici ́on para piano solamente en la cual Bartok utiliza los nu ́meros de Fibonacci 2, 3, 5, 8 y 13 en diversas ocasiones durante la pieza, a diferencia de la mu ́sica tradicional, la cual utiliza 8 compases en casi todos los temas y mu ́ltiplos de 2 en los motivos y frases (los motivos forman frases, las frases temas, y esta secuencia de motivos, frases y temas constituye la base fundamental de la mu ́sica cl ́asica). Tambi ́en utiliza su c ́ırculo de tonalidades en la pieza y todo esto se logra a pesar de la duraci ́on de la misma, que es de tan solo 3 minutos.

Su uso de los acordes tambi ́en est ́a basado en los nu ́meros de Fibonacci. Por ejemplo, en semitonos 2 es una segunda mayor, 3 es una tercera menor, 5 es una cuarta, 8 es una sexta menor y 13 es una octava aumentada (ver figura).

Acordes basados en la sucesi ́on de Fibonacci

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Lo anterior en particular para el compositor hu ́ngaro Bela Bartok; no obstante, tambi ́en se conocen los casos de otros mu ́sicos que han utilizado la sucesi ́on de Fibonacci y la raz ́on ́aurea como patr ́on para determinar ciertos elementos de sus composiciones, tales como Wolfgang Amadeus Mozart, Johann Sebastian Bach, Ludwig van Beethoven y hasta una banda de rock progresivo contempor ́anea llamada Tool. As ́ı, podemos observar como no s ́olo se quedan en lo abstracto estos elementos matem ́aticos; estos se presentan tanto en la naturaleza como en las artes, particularmente en la mu ́sica.

Por la mezcla entre lo terrenal y lo celestial, lo esot ́erico y lo pr ́actico, lo universal y lo particular, ambas disciplinas, la matem ́atica y la mu ́sica, han tenido un poder m ́ıstico desde la Antigu ̈edad. Todav ́ıa hoy el aspecto m ́agico y ritualista se mantiene: hay que tener cierto conocimiento para introducirse en la lectura de una partitura as ́ı como para poder seguir la demostraci ́on de un teorema. Pero en ambas hay algo maravilloso: la notaci ́on que es capaz de indicarnos tiempos, ritmos y altura de sonidos en el caso de la mu ́sica, o una numeraci ́on tan sofisticada como la ar ́abiga y notaciones tan desarrolladas que dan estructura y sentido a los conceptos m ́as abstractos en el caso de las matem ́aticas.

Referencias:

http://web.educastur.princast.es/ies/pravia/carpetas/profes/departam/mates/musica /index.htm

http://www.sectormatematica.cl/musica/matematica %20en %20la %20musica.pdf http://www.uv.es/metode/anuario2004/65

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¿Cómo componer música y escribir canciones con propiedades áureas?

Muchos artistas sostienen que el arte no es simple casualidad, sino que este persigue ciertas propiedades las cuales le otorgan belleza. Para lograr esta cualidad los artistas a lo largo de los siglos han buscado diferentes ideas para lograr que su arte sea más bello, más agradable más atractivo.

Uno de los más importantes conceptos que aborda esta temática es el de las proporciones áureas, tan sorprendente es que lo suele denominar razón divina o la formula de dios.

En este artículo nos adentraremos a como componer música y canciones con proporciones áureas. Artículo por demás interesante para los que componen música progresiva.

Vale la pena destacar que abordaremos el tema desde diferentes perspectivas: veremos cómo aplicarlo a diferentes elementos musicales así como en las letras.

Es importante destacar que si bien en principio puede parecer complicado es más sencillo de lo que parece, y es un tema muy interesante y por demás curioso.

¿Qué son las proporciones áureas? ¿O el número áureo?
Si ahondar excesivamente en la explicación teórica o histórica que pueden encontrar fácilmente en internet, click aquí para ver un video explicando las proporciones áureas. En términos prácticos, debemos entender que las proporciones áureas son una forma de entender la belleza.

Se observo, por ejemplo, que si se dibujaba un rectángulo este resultaba más armonioso o agradable si seguía las proporciones áureas. Si bien puede parecer una estupidez, sencillamente no lo es, simplemente vale pensar en la cantidad de objetos que siguen esta propiedad: libros, tarjetas de créditos, DNI, televisores, edificios, carteles, y monitores entre millones de objetos cotidianos.

Vale destacar que esta es solo una forma de aplicarlo a un concepto (“rectángulo”), y puedes aplicarlo a lo que quieras (como un cuadrado, un circulo o incluso una recta por mencionar formas básicas) pero este concepto también se aplico a todas las artes desde hace siglos, como a la arquitectura, la pintura, el dibujo y por supuesto la música.

¿Por qué? Simplemente porque la razón áurea hace que cualquier objeto o arte sea más atractivo y/o bello.

Lo más curioso es que las proporciones áureas aparecen en las proporciones del cuerpo humano y en la naturaleza, es por ello que suele decirse que es la formula divina. Entendida como la formula de Dios pues se ha observado que la gran mayoría de las cosas naturales, como por ejemplo las flores o los caracoles, o incluso los rostros, siguen esta proporción áurea.

En conclusión, a lo largo del tiempo todos los artistas han buscado una forma que indicase en qué proporción debían estar las cosas y la relación con sus distintos elementos. La proporciona áurea permite dividir el espacio en partes de iguales proporciones, para lograr un efecto estético agradable y muy eficaz. Esta teoría también se conoce "La regla Áurea", "divina proporción" o “numero áureo”.

Los números de Fibonacci
Una de los cuestiones centrales para comprender la proporción áurea, es la secuencia de Fibonacci. Ella es una serie infinita de número en la que cada uno de ellos es la suma de los dos anteriores. 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, etc
Así: 2=1+1, 3=2+1, 5=3+2, 13=8+5.
Es decir, cada número nuevo es la suma de los dos anteriores.

¿Cómo se relaciona con la proporción áurea?
En que la proporción que se da entre dos números consecutivos que es 1,618, lo cual sigue la proporción Áurea. Simplemente dividan cualquier número mayor de 3 contenido en la secuencia, por ejemplo 5/3, si obtienen un numero cerca al 1,618 se encuentra en proporción aurea.
En términos prácticos, la secuencia de Fibonacci se puede encontrar en la naturaleza muy claramente, por ejemplo en las flores pues tienen 3, 5, 8, etc, pétalos u hojas.

¿Y en la música?
De todas las artes en la música es lo más difícil de encontrar ejemplos sobre las proporciones áureas porque quizás porque no son tan obvios y no están a la vista. Los ejemplos más citados comúnmente son la Quinta Sinfonía de Beethoven, las obras de Schubert, Debussý y Bartok.

Ahora bien en términos prácticos, si nos fijamos en el teclado de un piano, es muy fácil encontrar esta proporciones áureas: hay 8 teclas blancas, 5 teclas negras y ellas aparecen en grupos de 2 y de 3. La serie 2/3/5/8 es, por supuesto, el comienzo de la serie de Fibonacci.

Piano proporciones aureas

Si aun no lo entiendes, las notas de la escala son 8 (do, re, mi, fa, sol, la, si, do). Existen 5 alteraciones y si sumamos ambos (8+5) da una totalidad de 13 notas (do, do#, re, re#, mi, fa, fa#, sol, sol#, la, la#, si, do).

Otro hecho curioso y para tener en cuenta es que: un acorde mayor está compuesto por las notas 1, 3 y 5 de una escala. El acorde mayor es un acorde lleno, completo, agradable y armonioso a diferencia de cualquier otro acorde compuesto con otros intervalos.

¿Cómo aplicar las propiedades áureas a nuestra música?
A lo largo de nuestro sitio,hemos analizado diferentes formas y recursos sobre componer, ahora que hemos entendido que es la proporción áurea y que con ella haremos que nuestras canciones sean más interesantes y atractivas veremos cómo utilizarlo en terminos practicos.

Existen diferentes formas de aplicar las proporciones áureas:
a) En la totalidad de la obra
b) Partiendo de una sección
c) Y según la serie de Fibonacci

a) Partiendo de la totalidad de la obra
Imaginemos que tenemos nuestra canción (u obra) la cual tenemos dos ideas diferentes y las queremos unir. La pregunta es ¿Dónde las unimos? ¿En cualquier parte? ¿O existe un lugar donde quedaría mejor?

O bien, si queremos aplicar un cambio brusco, algo diferente, puede ser un puente, un intermedio, un cambio de ritmo o una nueva melodía, la cuestión radica ¿Dónde debemos realizar este cambio? ¿Dónde aplica una pausa, este puente o intermedio? La solución es aplicar las proporciones áureas para marcar este cambio.

Podemos utilizar la medición que nos guste, tiempo (segundos) o compases.

La idea es sencilla imaginemos nuestra canción como en una línea de tiempo y utilizamos el mismo concepto de recta. Ponemos un punto que corte la canción en dos, del cual el segmento más chico sea proporcional al más grande.


La canción dura de A a B, estara compuesta por 2 secciones (una parte A y una parte B). El punto 2 es donde debemos poner el quiebre de la cancion.

Puede parecer complicado pero es sencillo, a grandes rasgos vamos a dividir nuestra obra o canción en dos grandes pedazos. Estas dos secciones tendrán el 61,8% y a 38,2% de la totalidad de la obra, como son proporcionales son áureas.

Supongamos que vamos a hacer una canción que dura “x” lo que hacemos es multiplicar el total de nuestra obra por 0.618.

Total de la obra * 0,618= segmento mayor de la obra.

Ejemplo con tiempo, nuestra obra dura 5 minutos, lo pasamos a segundos (5minutos=5x60) 300 segundos, 300*0.618=185,4 segundos. Es decir a los 3 minutos (y 5 segundos) debemos realizar el quiebre de la obra, poner el puente o agregar algo nuevo.

b) Partiendo de una sección para generar una totalidad áurea
Ahora imaginemos que tenemos nuestra canción incompleta, no sabemos la totalidad de la obra pero queremos agregar una nueva sección, con esta fórmula sabemos cuento tiene que durar esta nueva sección para mantener las proporciones áureas.

Sección desarrollada * 1,618.

Digamos tenemos 180 segundos (3minutos) y queremos poner un cambio para que a partir de ahí comience una nueva sección y que esta de cómo resultado una canción con propiedades áureas.
180 segundos *1,618 = 291,24 segundos, es decir nuestra obra durara 471.24 segundos, lo cual es un poco mas de 7 minutos.

En conclusión, aquí partimos del segmento más chico de la obra (es decir lo que tenemos desarrollado) y buscamos calcular el segmento faltante. La suma de ambos nos da la totalidad de la obra.

c) Utilizando la serie de Fibonacci
Otra forma es utilizar la serie de Fibonacci a la hora de componer. Si recordamos la serie de Fibonacci es 1,2, 3, 5, 8, 13, 21, 34 etc. La idea aquí es aplicar cambios en la serie 1,2, 3, 5, 8, 13, etc, sean segundos, minutos, compases, tiempos o el patrón que utilicemos.

Cuando me refiero a aplicar cambios puede ser algo sutil como un contratiempo, unos platillos, incluso un cambio de ritmo, o una nueva sección. Lo importante es marcar, llamar la atención en estos tiempos.

Otra idea consiste en utilizar las notas de la escala siguiendo este patrón para componer una melodía. Aquí pueden escuchar una canción basada en esta idea a la cual a la serie de Fibonacci se le otorgo una nota: B=1; C#=2; D#=3; F#= 5; B(2)= 8; G#=13; A#=21, etc

¿Como aplicarlo en las letras?
Si te preguntas como aplicarlo a las letras, se pueden utilizar diferentes ideas o conceptos.

Un buen ejemplo es la canción de Tool Lateralus que utilizan este patrón de la serie de Fibonacci (1,1,3,5,6,13) en la letra de las sílabas de su canción.
Black (1 sílaba)
then (1 sílaba)
white are (2 sílaba)
all I see (3 sílaba)
in my infancy. (5 sílaba)
Red and yellow then came to be, (8 sílaba)
reaching out to me, (5 sílaba)
lets me see. (3 sílaba)

Como vemos sube y baja según la secuencia de Fibonacci. ¿Casualidad? Sin dudas que no.

Exprimir el concepto de Fibonacci
Por supuesto la proporción no solo radica en utilizar estos números (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, etc) puede utilizar cualquier número o aplicarlo a cualquier idea que se te ocurra. Supongamos con compases de 4. Ejemplo: 4, 8, 12, 20, 32, 52, etc. Si bien no es exacto se acerca muchísimo al ratio y la proporción sigue siendo áurea. (32/20=1.6)

Conclusión
Si bien puede parecer complicado, es más fácil de lo que parece. Si no has entendido te recomiendo que vuelvas a leer el artículo. Lo interesante de las proporciones áureas es que nos permiten saber donde agregar cambios a nuestra música, y que no sea simplemente de puro capricho y porque si. Nos sirve como método compositivo, para darle color a nuestra canción y como generador de variedad a la hora de componer. También nos sirve como generador de patrón rítmico o musical entre otras cosas.


martes, 6 de marzo de 2012

LA PARADOJA DE BACH

La concepción corriente de la historia de la música nos ha habituado a una visión fragmentada en periodos cerrados cuyas características los distinguen claramente, si es que no los oponen, de los inmediatos; parece, pues, que la mayor preocupación de los historiadores haya sido diferenciar y separar corrientes estéticas en lugar de tratar de rastrear elementos comunes que pudieran asemejar la labor de compositores distantes en el tiempo, por encima del férreo sistema de categorías cronológico-estilísticas establecido. Esto es especialmente notorio al hablar del “periodo barroco” de la música, en cuya tradicional definición histórica se ha obviado, paradójicamente, su complejísima heterogeneidad interna, en tanto se atendía demasiado a las diferencias con la música “renacentista” y “clásica”, diferencias innegables, por otra parte, pero que no deberían hacer olvidar las existentes entre los músicos del “barroco”. Cabe acusar a los estudiosos de la música de un exceso de conformidad con una clasificación hecha con tanta ligereza y dictada por una tan cómoda como peligrosa asimilación de categorías válidas para las artes plásticas pero sin verdadera relación con los caracteres de la música misma, así como de haber abusado del recurso a un ficticio esprit du temps sin conocer la actitud de cada compositor hacia su arte.

En efecto, mientras que cualquier persona instruida repararía en el dislate de considerar las obras de Poussin o de Girardon como representantes señeros del barroco en la pintura o la escultura, la tradición nos enseña a no poner objeciones a que El clave temperado o las Variaciones Goldberg lo sean de la música: el esprit du temps no conoce excepciones en este arte, para el que los conceptos de “barroco” y “ clasicismo” obedecen más a criterios cronológicos que estéticos. Sin embargo, en el prefacio a su célebre biografía pionera (1802), Forkel se refiere a Bach como “príncipe de los clásicos”, aparente contrasentido si se recuerda que Forkel vivió, precisamente, en plena época de lo que hoy llamamos “clasicismo” musical (muerto Mozart hacía apenas una década y con Haydn dando los últimos toques a sus obras postreras, músicos a quienes, por cierto, considerará románticos Hoffmann unos años más tarde), lo que invita a revisar las categorías estéticas de ordinario aplicadas a la música.

Lo cierto es que los conceptos de “barroco” y “clasicismo”, nebulosos aun en lo referido a las artes plásticas –más allá de algunos vagos lugares comunes– nunca se han definido de un modo satisfactorio para la música. La convención imperante de considerar “clásica” la música de la segunda mitad del siglo XVIII se ha debido más al magisterio ininterrumpido y –al menos hasta comienzos del XX– apenas discutido que este estilo ha ejercido hasta nuestros días que a un criterio razonado y contrastado con otros momentos de la historia de la música: un “clasicismo” válido para un tiempo, tal como Bach podría haber considerado “sus clásicos” a Frescobaldi o Buxtehude. La todavía no completa, pero ya irremediable superación de tal influencia, ha de impelirnos a volver la vista sobre la música pasada para tratar de descubrir constantes artísticas bajo la apariencia de evolución perpetua sin retornos, a golpe de fracturas de estilo, que puedan proporcionarnos un estudio centrado en las relaciones cambiantes con la aspiración a un orden, a la manera en que en las demás artes se observa el vaivén respecto a un canon “clásico”.

1. ACERCA DEL BARROCO MUSICAL. Se entiende por “periodo barroco” de la música la etapa que abarca todo el siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII; tiempo de cambios fundamentales para la evolución de la música y, desde luego, de heterogeneidades de escuelas y estilos difícilmente aunables bajo un mismo epígrafe, complicadas aun si se suma a la disparidad en el tiempo la diversidad espacial de los estilos nacionales: como en todo periodo de experimentación y búsqueda, numerosos son los cauces por explorar y las soluciones posibles para necesidades similares.

El deseo de mayor riqueza y univocidad expresivas de las que podía permitir la música renacentista llevó a los compositores a una reacción monódica contra la polifonía, que transformó del todo la música occidental con el progresivo establecimiento de una organización armónica en acordes básica para el posterior desarrollo del sistema tonal, definitivamente completo y fijado hacia el fin del periodo, al mismo tiempo que se imponía la afinación temperada, imprescindible para consolidarlo. Las novedades armónicas, a su vez, facilitaron la polarización de la música hacia dos voces principales: una superior, conductora de la melodía, y un soporte armónico en el bajo –el conocido “bajo continuo” tan característico del periodo que prescindir de él suponía una figura inquietante empleada a conciencia por los compositores, como en la cantata BWV 170– que clarificaba la textura sonora en favor de un tratamiento monódico.

Mientras tanto, la evolución paralela, hija directa de la experimentada en los campos armónico y expresivo, de la técnica instrumental permitió, por vez primera en la historia de la música occidental, la emancipación de los instrumentos de su sempiterno papel secundario, ora acompañantes del canto, ora de la danza, en búsqueda de una autonomía completa de la música, desligada por fin del apoyo semántico de la palabra (no deja de ser paradójico el hecho de que tal revolución aprovechase el camino abierto por quienes, precisamente, pretendieron restaurar la preponderancia de la poesía, rescatada de los entramados polifónicos que dificultaban la comprensión de los textos) o de la subordinación al movimiento, mucho más allá de los tímidos intentos del quinientos, demasiado orbitantes todavía en torno al canto y al baile.

Es ahora de rigor, según el plan fijado al comienzo, y una vez hecho tan, necesariamente, somero repaso de la música “barroca”, examinar los elementos que podrían justificar la propiedad de tal título aplicado tanto a la música de la época como a todo aquello que la obra de Bach comparte con el estilo de su tiempo; para ello es preciso, en primer lugar, definir qué se entiende de ordinario por barroco, concepto tan divulgado como esquivo a la delimitación. Si se acude a la etimología de la palabra encontramos de inmediato la asociación con las nociones de extravagancia e irregularidad. Ahora bien, lo extravagante, lo irregular, lo son siempre con respecto a un modelo “normal” o “regular” –un canon– preexistente frente al que tendríamos que apreciar tal desviación. Se me permitirá aquí hacer uso de la comparación con la arquitectura, no solamente por la fácil asociación mental con la música –que yo mismo utilizaré varias veces–, sino también por ser de entre las artes aquella en la que los conceptos de barroco y clasicismo han sido mejor definidos: la fantástica ebullición de la piedra en el Zwinger de Dresde o la convulsa curvatura de las fachadas borrominianas se apartan en efecto del canon “clásico” de la antigüedad y extraen su fuerza artística precisamente de esta diferencia “extraña”, tanto más efectiva cuanto más patente (acaso sea lo más característico del tan estudiado barroco romano no su pureza estilística, sino la posibilidad, presente como en ningún otro lugar, de percibir su contraste con el canon pretérito de las ruinas imperiales). Pues bien, en la música, este modelo del que apartarse, simplemente, no existía; es más: se da el contrasentido de que sea el “barroco” el estilo que ha de perfilar las formas de la música. Nuestro barroco musical es un barroco previo al establecimiento de unas formas que puedan ser llamadas clásicas.

Por otro lado, no menos importante, en las artes plásticas, como en la literatura, se encuentra siempre una tensión entre forma y función que puede resolverse en un equilibrio “clásico” o un predominio formal “barroco”, pero la música es distinta por ser esencialmente un arte formal, sin una función imitativa ni comunicativa (por más que pueda “imitar”o “expresar” sonidos o sentimientos) primordial y, por tanto, tal tensión no le es propia ni existe la alternativa susodicha para su solución. “Acaso sea toda la música barroca”, propone D’Ors en uno de los raros pasajes lúcidos de su libro Lo Barroco, y así desde luego puede tomarse a la luz tanto de su formalismo como de los aspectos más sobresalientes de este arte: una definición célebre del arte barroco, en especial de la arquitectura, la formulada por Burckhardt, lo resume como “expresión y movimiento a toda costa”; si nos entretuviésemos en un juego consistente en describir la música sin recurrir a la palabra “sonido”, convengamos en que pocas sentencias se adecuarían más al objetivo que la citada.

2. EL ELEMENTO CLÁSICO EN LA MÚSICA. Volvemos a encontrar aquí el problema de la indefinición de conceptos, pues si hemos adquirido el hábito de llamar “clásica” la música de fines del XVIII por su influjo dominante durante dos siglos, no se ha delimitado qué pueda ser considerado clásico en la música a lo largo de toda su historia. Se hace preciso entonces intentar perfilar un canon válido para la música occidental en general; para ello conviene antes estudiar qué sea clásico en otras artes al objeto de tratar de extrapolar el criterio seguido en ellas a la música.

Por clasicismo se entiende una convención histórica que sanciona como modélica una manera de ordenar los elementos constitutivos de la obra racionalmente justificada, siempre en relación estrecha con la función perseguida, y que cristaliza en la adopción de unas formas apropiadas para contener y, al tiempo, exhibir tal ordenación. Este ideal es, además, estático (puesto que el movimiento, que tiende a desestabilizar el orden o a distraer la atención de él, le es ajeno) y morigerado (pues las pasiones violentas son una consecuencia de la turbación del orden). Las manifestaciones “anticlásicas” del arte serán entonces aquellas que se opongan a la supremacía del orden como núcleo esencial y generador, con el empleo de los recursos del movimiento y el contraste al servicio de la emoción. Ahora bien, para permitir que se evidencie este orden fundamental es necesario destacar las relaciones que se establecen entre los elementos en el conjunto y, desde luego, otorgar a estos elementos constituyentes la imprescindible autonomía para ello. He aquí la disyunción principal entre el arte clásico y el arte barroco: la combinación de elementos perfilados y reconocibles, autónomos, en un conjunto ordenado, frente a la amalgama de partes que sólo alcanzan a definirse como porciones de un todo al que subordinarse. Falta todavía, sin embargo, definir cuáles sean los elementos para los que se presenta la alternativa en la música: estos elementos son las voces.

Uno de los más interesantes pasajes de esa continua querelle sobre cuestiones de música que fue el siglo XVIII en Francia es el que enfrenta a dos ilustres personajes del momento: Rousseau y Rameau. Es interesante porque proporciona la clave del clasicismo de Bach, a quien debe colocarse sin duda del lado de Rameau. La disputa, tan antigua como la música misma, se refería a la pugna entre “armonía” y “melodía” por la primacía como eje vertebrador del lenguaje musical (entendiendo, desde luego, estos dos conceptos, no en sus acepciones actuales sino como “conciliación” entre voces o subordinación de las voces a una línea principal; esto es, de nuevo el problema de la polifonía frente a la monodia). Por supuesto, ambos contendientes apoyan sus argumentos en su concepción de la naturaleza en general y de la naturaleza de la música en particular, antagónicas por completo y reveladoras de las profundas discrepancias entre una mentalidad clasicista como la de Rameau y la sensibilidad anticlásica del ginebrino. Rameau se atiene a la corriente pitagórica y considera que la música ha de compartir con el orden de la naturaleza unas reglas universales e inmutables que sólo pueden encontrar asiento en la armonía, es decir, en la relación ordenada entre las voces, mientras que la melodía, sin más ley que la del gusto particular, no puede ser más que un elemento aislado que habría que conciliar con otros semejantes, prestos todos a someterse a las normas del orden armónico. Rousseau, por el contrario, desdeña este sistema que cree artificioso, para afirmar los derechos de la melodía por su inmediatez expresiva, y la opone a la labor “artesanal” y “pedantesca” de los armonistas, insignificante ante el sentimiento y el golpe de genio necesarios a la escritura melódica, en la que deben confluir las voces, que renuncian a sus identidades para concentrar la atención sobre la melodía principal. Sentimiento frente a orden, subordinación al efecto de conjunto contra suma organizada de individualidades, la querella de Rousseau y Rameau, como las sostenidas por Monteverdi y Aretusi o por Scheibe contra Bach –el tratamiento monódico frente al tratamiento contrapuntístico en definitiva–, no es sino la oposición de barroco y clasicismo trasladada a la música.

3. BACH Y EL ORDEN. Toda la obra de Bach deja traslucir una constante aspiración al orden, tanto más evidente en la música instrumental que en la vocal (puesto que el condicionante que la palabra ejerce sobre la música restringe o inhibe la libertad en la construcción sonora), y que se manifiesta con especial brillo en las grandes colecciones de El clave temperado, la Ofrenda musical, El arte de la fuga y el Clavier-Übung, en las que el compositor, ajeno a las servidumbres debidas a un texto, a las modas o a propósitos funcionales (esto es, piadosos), explora la vasta extensión de su ideal de un “cosmos sonoro” e investiga los límites, las posibilidades y la estructura misma de su orden en todos sus aspectos: formas, affetti, timbres, tonalidades, ritmos y procedimientos de escritura son cuidadosamente explorados por Bach para vertebrar un sistema musical racional y ordenado, plagado de modelos, ejemplos y categorías análogos a los géneros y especies propuestos por su contemporáneo Linneo.

La época de Bach era el momento propicio para tal empresa, pues todo un siglo de experimentos formales y estructurales cristalizaba ya en patrones tipificables, en tanto que el establecimiento definitivo del sistema tonal y la reforma racional que suponía la nueva afinación temperada, adoptada progresivamente –y no sin alguna reticencia– por entonces, así como el afianzamiento del vínculo tonalidad –affetto– y el desarrollo de las técnicas instrumentales invitaban a teóricos y compositores a aprovechar tal floración para estudiar las posibilidades de formular un orden que dominase en lo armónico, lo formal, lo técnico, lo emocional incluso, aquel horizonte cada vez más amplio. Así, a los escritos de Mattheson o Rameau se unen –tratados sin palabras– obras que abordan de modo práctico los problemas de la combinación instrumental (L’estro armonico, los Conciertos de Brandemburgo), los recursos técnicos de los instrumentos (sonatas y partitas para violín solo, suites para violonchelo), la variedad de formas y estilos (Tafelmusik, Clavier-Übung) o el empleo de las tonalidades y sus affetti asociados (El clave temperado). No era, pues, Bach el único compositor implicado en la tendencia reguladora y formalizante, pero la índole de muchas de sus más importantes composiciones nos muestra hasta qué punto le interesaba ordenar el arte que practicaba. Las discutibles relaciones de su música con las matemáticas sólo prueban, a mi juicio, el valor que su idiosincrasia meticulosa concedía a la exactitud, a las proporciones –al orden– en su obra. No ha de extrañar, por tanto, la poderosa atracción que sobre él ejercieron los elementos armónicos y estructurales, privilegiados en sus producciones más personales sobre los melódicos: la obsesión de Bach por las estructuras armónicas sólidamente construidas corresponde, como en el caso de Rameau, a una percepción de la naturaleza como sistema racional de relaciones bien asentadas al que la música no debe sustraerse sino imitar (esto es, a la antigua idea pitagórica de la “conciliación”). Sin embargo, Bach, a diferencia de Rameau, no se interesó nunca por dejar constancia escrita de su idea (mejor dicho, no la escribió con palabras): sus creencias musicales, no menos que las religiosas, habían de ser íntimas a la par que profundas. Ni siquiera los ataques de Scheibe le incitaron a defender sus obras ni la idea que trascendía de ellas; sólo alguna sátira amable y sutil –como la cantata BWV 201– fue la respuesta al creciente aislamiento artístico en que se encontraba: le bastaba con establecer su propio sistema, su orden racional, sin necesidad de enfrentarlo al proteico reino de las teorías y las modas.

Es por completo coherente con las convicciones de Bach su fascinación por el contrapunto –rechazado tan enérgicamente por la generación posterior como “barbarie gótica” y en realidad verdadera esencia del “clasicismo” musical tal como lo entendió Bach– y la forma artísticamente más compleja derivada de su empleo estricto: la fuga. Merece la pena volver sobre los tópicos del clasicismo e insistir en sus coincidencias con la construcción contrapuntística: la autonomía de los elementos individuales necesaria para revelar el ordenamiento en sus relaciones se corresponde, en efecto, con el completo desarrollo musical de cada una de las voces que debe darse en este género de música (se puede recordar al respecto cómo Forkel se admiraba de que Bach escribiese sus fugas de tal manera que, al suprimir las voces extremas, las intermedias podían sostener perfectamente el interés de la composición), mientras que el propio orden se manifiesta en las reglas armónicas de la combinación de líneas y la querencia clásica por las proporciones matemáticas queda representada en los intervalos de sus enlaces armónicos.

Si la compleja organización y satisfactoria facilidad para reconocer sus límites y elementos han hecho de la sonata la forma musical “clásica” por excelencia, la fuga se ha asociado con demasiada ligereza al barroquismo. Sobre esto creo necesario hacer una precisión. Dejando a un lado el carácter esencialmente polifónico de la fuga y el aspecto fuertemente monódico de la sonata, ambas estructuras se asemejan por estar reguladas con detalle (más aún en el caso de la fuga) en su desarrollo: así, en la fuga, la alternancia de las exposiciones del motivo (o los motivos) principal con los episodios intermedios, los recursos de concentración o expansión del tejido, las posibilidades de modificaciones en la presentación del tema (aumentación, disminución, inversiones, etc.) y el propio juego contrapuntístico que sostenía la composición estaban perfectamente reglados, hasta tal punto que Forkel refiere que Bach era capaz, ante una fuga de otro compositor, si el autor procedía correctamente y dominaba el oficio del contrapunto, de prever su evolución casi como si el artífice hubiese sido él mismo, y mostraba con ello gran contento por la habilidad ajena (y por la propia, suponemos) en el género. No se debe por ello caer en la tentación de tachar la forma de rutinaria y artesanal, pues la infinita variedad de los sujetos y la no inferior disparidad de posibilidades de tratarlos permitía en la fuga no solamente evitar la monotonía constructiva, sino incluso alcanzar cimas de originalidad genial mediante el empleo y la combinación de técnicas legisladas con tanta solidez. Igualmente la sonata se somete a normas fundamentales, si bien mucho menos estrictas y más simples que en el caso anterior (de hecho, esas reglas ni siquiera estaban fijadas, sino que se aplicaban de un modo práctico sin necesidad de una formulación teórica, que sólo llegaría cuando tales leyes fueran “deducidas” a mediados del siglo XIX por el estudio de las obras supuestamente construidas sobre la base de dichas reglas), lo que dejaba al compositor mucha más libertad que la permitida por la fuga, más determinada pese al abanico de procedimientos compositivos que ofrecía. La sonata es, por tanto, una forma más libre que la fuga, más “barroca” si se quiere, pero no es éste el único ni el más relevante elemento que invita a cuestionar su “clasicismo”. Un análisis de los principios formales sobre los que se asientan una y otra revela un contraste mucho más profundo, origen del antagonismo de ambas estructuras: la oposición entre el principio de “expansión continua” de la fuga y el principio de contraste dramático de la sonata, esto es, la deliberada confrontación de temas y tonalidades, con la característica tensión tónica- dominante, propia de la sonata, que introduce un conflicto psicológico que evoluciona hacia su resolución, pero que no parece muy acorde con el ideal estático de todo clasicismo. De hecho, el tópico de la teatralidad barroca, tan poco adecuado a la fuga, se adapta perfectamente a la forma sonata, que no es, en realidad, sino una verdadera escena entre dos personajes (los dos temas de la sonata bitemática) que sostienen diferentes argumentos (primer tema en la tónica y segundo en la dominante) y que, tras una discusión (desarrollo), terminan poniéndose de acuerdo cuando el segundo cede en su postura (recapitulación de ambos temas en la tónica).

Numerosas son las fugas de Bach, entre la multitud de su catálogo, que podrían atestiguar suficientemente con qué sumo cuidado se aplicaba el músico cuando se trataba de afirmar el orden. Sin embargo, la pretensión racionalista de mostrar un sistema –incompatible en absoluto con toda idea común de barroquismo– encuentra asiento con más claridad en las tres grandes colecciones de obras que representan el más elevado exponente de la actividad de Bach en el campo del contrapunto y, al tiempo, las más extraordinarias creaciones en la historia de este género, pero también, acaso, las composiciones más genuinamente “clásicas” de la música occidental: la serie de los cuarenta y ocho preludios y fugas que integran los dos libros de El clave temperado y, otra vuelta de tuerca en la senda del orden, las más homogéneas agrupaciones que constituyen la Ofrenda musical y El arte de la fuga.

La idea de reunir obras de características similares en todas las tonalidades posibles o practicables no era nueva cuando Bach proyectó lo que debía ser el primer libro de El clave temperado, pues ya otros autores como Pachelbel o Fischer lo habían hecho, e incluso el propio Bach en sus Invenciones y Sinfonías, coetáneas de este primer libro, aunque se había limitado al empleo de las tonalidades más usuales y había excluido las que por su complicación excesiva eran tenidas poco menos que por impracticables. La afinación temperada permitió eliminar la necesidad de afinar específicamente para cada tonalidad y legitimó sin problemas el empleo de aquéllas, consideradas casi inabordables, que requerían cinco o seis alteraciones; de esta manera Mattheson y Bach pudieron ya escribir colecciones de piezas en las veinticuatro tonalidades mayores y menores, completando el círculo del sistema tonal. De hecho, parece que Bach se interesó en esta obra mucho más por las posibilidades de acceso a tonalidades remotas que ofrecía la nueva afinación que por las facilidades que aportaba al arte de modular, lo que se traduce en la elección de tonalidades separadas para las diferentes piezas en lugar de experimentar combinaciones tonales en el seno de cada una de ellas, recurso que debió ser especialmente apreciado por los compositores y ejecutantes partidarios de la afinación temperada, pero al que Bach no concede gran importancia en este caso (salvo que tuviera la muy improbable determinación de interpretar sin solución de continuidad todos los preludios y fugas o, al menos, ejecutar en sucesión inmediata las parejas mayor- menor, lo que daría lugar a un contraste suficiente entre tonalidades poco próximas). A pesar de su título, el propósito de este primer libro era más bien didáctico que demostrativo de las virtudes de un sistema acústico: se trataba de mostrar al aprendiz de intérprete o de compositor que todas las tonalidades estaban a su disposición y que todas ellas, mayores y menores, eran igualmente apropiadas para la creación en cualquier género de música: desde algo tan libre y fantasioso como un preludio –no es casual que algunos de los más cuidadosamente cincelados sean aquellos redactados en tonalidades infrecuentes– a una estructura tan definida y ordenada como una fuga. Varias circunstancias aclaran la intención pedagógica del autor en la doble misión de estas piezas como ejercicios para el clave y modelos de composición, como el hecho de que varios de los preludios apareciesen ya –a veces en tonalidad diversa de la que les corresponde en la colección, a la que serían transportados a posteriori– en el librito de música destinado a la instrucción de su hijo Wilhelm Friedeman, así como la perceptible relación de estilo y tratamiento del teclado entre varios preludios y las Invenciones a dos voces y Sinfonías a tres partes –también ideadas al tiempo como lecciones de aprendizaje de la técnica instrumental y como modelos para familiarizar al discípulo con la composición a dos o tres líneas–, o la frecuente interrelación métrica, incluso temática, entre preludio y fuga, que debiera aleccionar al alumno acerca de la manera de derivar una fuga de un preludio improvisado o de hacerle entrever la posibilidad de utilizar un mismo tema para muy diferentes formas musicales, además de facilitarle la interpretación de la fuga como continuación natural del preludio.

Si la finalidad perseguida con el primer libro era la enseñanza de los medios de ejecución y composición, la del segundo supone un importante avance hacia un nuevo nivel: superada ya la fase anterior y presuponiendo un dominio técnico suficiente, se centra en el estudio de la expresión, que debería otorgar, al compositor como al tañedor, el supremo grado de maestría en su arte. Al empleo constructivo de las tonalidades sucede la investigación expresiva, incluso “ética”, de las mismas, esto es, la catalogación razonada de los affetti.

La inexactitud expresiva de la música fue desde el principio un problema difícil de solventar, que parecía confirmar el juicio de quienes pretendían sujetarla a la limitada función de adorno de la poesía, única manera en que la imaginación al dictado del verbo podía atribuir al sonido una intención bien definida. Sólo la presencia continuada de la música instrumental cada vez más pujante pudo probar lo prescindible de toda precisión semántica, a pesar de los propios compositores, obcecados todavía con la “retórica” de la imitación y los affetti. Sintomática de esta valoración primitiva aún de la música – previa a la sensibilidad moderna centrada en el placer del oído– exigente todavía de un decoroso ropaje racional, es la llamada ”teoría de los afectos” (Affektenlehre), desarrollada a lo largo del periodo como eje fundamental, herencia superviviente de una atávica concepción mágica de la música racionalizada, en apariencia, en la teoría pitagórica de la “conciliación” o “armonía” entre el orden universal, el orden musical y el alma, según la cual la música es al tiempo reflejo de la armonía del universo y nexo entre éste y el alma, de manera que la música es capaz de influir sobre los estados anímicos llegando incluso a tener –en algunas interpretaciones que llegan hasta nuestros días–, virtudes terapéuticas basadas en la supuesta capacidad del orden musical de restaurar el orden anímico turbado. Este “poder” de la música sobre el alma hizo concebir entre los griegos una teoría ética de la música que diferenciaba modos que incitaban al vicio o a la virtud y que podían tener su aplicación en la educación y en la organización de la comunidad. Esa concepción ética griega de la música pervive en los affetti barrocos, transformación de los modos antiguos que llegó a su máxima ordenación con la imposición definitiva del sistema tonal, cuando a cada una de las tonalidades posibles se atribuyó un affetto, esto es, un ethos particular que los compositores explotaban y el oyente debía reconocer y comprender.

Aunque conviene hablar con cautela –como sucede con las figuras de la retórica musical en un compositor tan dispuesto a emplear la misma música al servicio de muy diferentes textos– de la importancia que Bach podía reconocer a la tonalidad como recurso expresivo (no hay que olvidar que transcribió mucha música de unos instrumentos a otros, con los transportes tonales pertinentes), se puede apreciar con facilidad la acentuación del contraste emocional entre los modos mayor y menor en cada pareja con respecto al libro primero, así como el aumento de interés musical de los preludios a costa del protagonismo de las fugas, que pierden variedad (desaparecen los ejemplos a dos y cinco voces presentes en el primero) y adoptan, en algunos casos, ritmos danzantes. Este florecimiento de los preludios no es, desde luego, casual, sino que forma parte del plan de exploración expresiva del autor –consciente de las ventajas de la libertad formal sobre el orden estricto a la hora de mover los afectos (el segundo libro es, en cierto modo, algo más “barroco” que el primero)–, que incide en una elaborada diversidad de formas, texturas y humores y abandona la construcción, frecuente en el volumen anterior, dominada por la progresión casi maquinal de un breve motivo –lo que denota la condición de estudios de tales partituras– para sustituirla por un vivaz intercambio de material entre ambas manos desarrollado en la fascinante disparidad de arquitecturas, desde acercamientos a la danza o ritmos punteados a la manera de la obertura francesa (fa sostenido mayor) a rudimentarios intentos de sonata alla Scarlatti (re mayor), que jalona el recorrido por las tonalidades al servicio de los “affetti”, que son desplegados con la misma fantástica variedad en connivencia con una no inferior multiplicidad de ritmos e influencias de estilo –como puede notarse en los preludios en do menor y re menor, inficionados de la violencia sentimental de ciertas páginas de Rameau (L ́egyptienne, Les cyclops), o en el muy italianizante brillo festivo del escrito en re mayor, con la coqueta artificiosidad de sus gruppetti–, todo lo cual constituye un conjunto que podría merecer, con más justicia que el de los célebres concerts de Couperin, el sobretítulo de Les gôuts reunis.

Auténtico tratado de la expresión, el segundo libro de El clave temperado sucede y complementa al método técnico que subyace en el primero, con el que se acopla en un todo que se presenta al oído atento como una valiosa “enciclopedia de la música”.

Frente a la riqueza de variantes que anima El clave temperado, cuyo objetivo es, precisamente, dar un ejemplo de la variedad infinita de estilos, formas y emociones de que puede ser capaz la música “racionalmente ordenada” al modo contrapuntístico, las dos grandes obras postreras en este dominio –la Ofrenda musical y El arte de la fuga– suponen una nueva vuelta de tuerca en la búsqueda de un orden “clásico” que ahonda en un procedimiento del todo opuesto al empleado en El clave temperado: la homogeneidad temática como principio fundamental. En efecto, si en la obra anterior la diversidad de temas era imprescindible para ofrecer tal catálogo de texturas polifónicas, tratamientos tonales y matices expresivos, en éstas el fin esencial consiste en resaltar la versatilidad de un mismo tema –o sus variaciones– a la hora de desplegarlo en diferentes formas o construcciones contrapuntísticas, en revelar las múltiples aplicaciones del orden. Ambas colecciones pueden calificarse como las composiciones más clásicas de la historia de la música.

En el caso de la Ofrenda musical, la filiación rameauniana de Bach se manifiesta diáfanamente, puesto que esta obra –o, más bien, este grupo de obras– no es sino el intento de demostración, por parte del viejo maestro de los infinitos, matices del orden armónico y de la superioridad de esta pluralidad sobre las nuevas corrientes que centraban toda la atención en la melodía. En efecto, el propósito del compositor aquí es hacer ver que el mismo tema podía servir igualmente como cantus firmus sobre el que dejar florecer una sonata al estilo “sensible” a la moda, como tema para ricercari arcaizantes o como motivo para un ramillete de cánones. La discrepancia con los nuevos gustos monódicos, sintetizados pocos años más tarde en los escritos de Rousseau, no puede ser más palpable: puesto que una sola melodía puede originar en distintas combinaciones del orden armónico obras de tan vario género y expresión, para Bach, la melodía por sí sola no puede ser la verdadera esencia del arte musical, sino una limitada porción, cuya importancia se reconoce pero que sólo alcanza a constituirse en obra artística en la relación ordenada entre las voces, que es, precisamente, el “canon clásico” de la música desde los tiempos de Pitágoras. Desde este punto de vista, la cuestión de la secuencia apropiada de las piezas de la Ofrenda musical es baladí, pues ésta no es, en realidad, una única obra sino un conjunto de composiciones independientes cuyo solo nexo común es el “tema regio”. Resta hacer un inciso sobre los llamados cánones “enigmáticos”(de los cuales existe un ejemplo en la Ofrenda, marcado por Bach con las palabras quaerendo inveniendis), en los que se ha querido ver un signo evidente del “barroquismo” de Bach y sus contemporáneos, olvidando que un canon se caracteriza, evidentemente, por su naturaleza canónica, esto es, por su obediencia estricta a una regla inflexible en la combinación de las voces, por lo cual, pese a la tan manida identificación entre todo lo que sea juego y acertijo con lo “barroco”, un canon, como una operación matemática, tiene casi siempre una solución exacta cuya obtención no depende de la fantasía del jugador sino de su conocimiento de las normas del juego: los cánones “enigmáticos” tienen tanto de extravagante capricho barroco como una ecuación algebraica.

Si ya en la Ofrenda Bach había escrito tres fugas y varios cánones sobre un mismo tema, empleando siempre recursos contrapuntísticos diversos, la culminación del intento, siempre latente en su obra, de ofrecer un vasto catálogo de procedimientos combinatorios debió haber tenido lugar en la inconclusa obra postrera del compositor: El arte de la fuga. Bach añade aquí una nueva restricción, pues no se trata ya solamente de probar los efectos de distintas formas de combinación de un mismo tema, como en el caso anterior, sino de hacerlo limitándose a una misma forma y un carácter (affetto) mantenido a lo largo de toda la serie, prescindiendo, por tanto, de las fluctuaciones formales o expresivas que caracterizaban las colecciones anteriores y centrando todos sus recursos en la exposición sistemática de todos los modos posibles de escribir una fuga sobre un tema dado. Consecuentemente con este objetivo, el testamento musical de Bach es, aun a pesar de no haber sido terminado, la obra más sólidamente ordenada de su producción y la más lograda muestra del “clasicismo bachiano”. Merece la pena detenerse a analizar su estructura aunque nos veamos obligados por las circunstancias a contentarnos con meras cábalas sobre el número final y el tipo de ejemplos de que debió disponer (probablemente veinte, aunque el plan inicial de Bach pudo haber considerado veinticuatro). La colección se compone de varios grupos de cuatro piezas dispuestos en diferentes niveles de complejidad de escritura: cuatro fugas simples (nótese que en cada una de ellas es una tesitura distinta la encargada de exponer el tema, con la disposición, asumida generalmente como original del autor, contralto, bajo, tenor, soprano); tres “contrafugas” que emplean la inversión del tema a modo de respuesta al grupo anterior (de nuevo aquí cada una de ellas comienza en una voz distinta –en el mismo orden de entradas, lo que evidencia el paralelismo entre ambos subconjuntos–, pero falta la fuga iniciada en la tesitura de soprano, posiblemente porque Bach decidiera tardíamente reducir el número total de piezas a veinte, tal vez urgido por el debilitamiento de su vista, y consideró este grupo el menos relevante y, por tanto, más apropiado para “sacrificar” la regla de los cuatro ejemplos y que el número final fuese múltiplo de cuatro aun con la inclusión de la (cuádruple) fuga final); cuatro fugas dobles y triples (dos dobles y dos triples) en las que nuevos motivos se combinan con el tema principal; cuatro cánones que emplean recursos de aumento y disminución e inversión; dos fugas “en espejo”, esto es, que pueden ser interpretadas tanto en sentido rectus como inversus ,lo que las convierte en realidad en otro grupo de cuatro, y , a modo de remate, la fuga a cuatro sujetos que debía clausurar la serie incluyendo la propia firma del autor: el nombre BACH (esto es: si bemol-la-do-si natural), cuyas cuatro notas constituyen el cuarto tema de la cuádruple fuga que la muerte del compositor impidió llevar a término.

Es evidente que nada en esta obra se ha dejado a una casual “inspiración” ni a la satisfacción de un gusto particular –pocas obras en la historia del arte están más en los antípodas de la moda de su tiempo–, sino que todo es aquí pensamiento, cálculo, reflexión –orden en suma–, hasta el extremo de trascender la mera intención sonora e involucrar a la razón y a la vista en la apreciación de recursos como la inversión especular que no pueden ser correctamente valorados sólo por medio del oído. El anhelo, latente en toda la música antigua y que preocupó a Bach durante toda su vida, de re-conciliar la razón y los sentidos en una “armonía” satisfactoria para ambas partes, halla en esta obra un intento de respuesta que demuestra que es posible escribir música racionalmente perfecta y, al tiempo, reconocible y grata al oído. Música para reflexionar, música para “medir” no menos que para escuchar, “el arte de la fuga “ no es sólo la última gran composición de Bach, sino también la obra que culmina toda una concepción particular de la música y tiende un puente sobre el abismo secular entre música “sensible” y música “racional” o, si se quiere, música “pública” y música “privada”, esto es, la música sonora para el deleite sensorial y la “música callada” de las proporciones numéricas.

4. BACH Y LAS FORMAS. La pasión sistematizadora de Bach no podía dejar al margen el marco estructural donde debía desenvolverse todo el juego intelectual del orden sonoro. Las formas de la música son para él objeto de estudio y clasificación no menos importante que los affetti o las posibilidades combinatorias de las voces. De nuevo, al igual que ocurrió con otros aspectos del arte musical, este mismo empeño de Bach se encuentra en otros compositores de la época (especialmente en la Tafelmusik de Telemann) y, de la misma manera, la coincidencia se explica por la consecución definitiva de una estabilidad formal de la música entre finales del siglo XVII y los primeros años del XVIII. Ya me he referido a la paradoja de que sea el “barroco” el periodo en que se debió abordar seriamente, por vez primera en la historia de la música, la cuestión de la organización formal del arte de los sonidos.

Desde el principio, la música instrumental planteaba un problema no menos grave de resolver en el aspecto formal que en el emotivo: hasta entonces la forma había estado determinada por el texto y la danza. La sucesión de sílabas y palabras con sus inflexiones expresivas propias y un ritmo dado por la distribución de acentos y el fluir del movimiento coreográfico habían determinado la manera de componer; incluso en aquellos casos en que la palabra parecía quedar anegada por la música –entiéndase las grandes construcciones polifónicas–, no dejaba ésta de quedar determinada por aquélla, pues como combinaciones de partes vocales, cada una de ellas se componía de acuerdo con su soporte literario, y hasta los pasajes floridos y melismáticos –licencia que la música podía tomarse frente a la poesía– tenían su lugar en función de la estructura de acentos del verso. La emancipación de la música conseguida por los instrumentos privó a la construcción sonora de un suelo literario sobre el que alzarse y crecer, de modo que los compositores del periodo hubieron de afrontar urgentemente el problema de la articulación formal de la música como lenguaje autosuficiente. Comprensiblemente, las primeras formas “propias” de la música derivaron de las formas vocales, por un lado, y de la improvisación por otro, apareciendo así el ricercare, la canzona, incluso la fuga como descendientes de estructuras propias de lo vocal, y otras, más libres, como la fantasía, la toccata o el preludio herederas de la rica tradición improvisatoria. Por su parte, la música de danza, dominio en el que la preeminencia instrumental estaba más afianzada, generó también una forma derivada de las parejas de danzas contrastantes – pavana y gallarda– habituales en el Renacimiento: la suite, que llegó a ser en su época un género tan importante como habría de serlo en los siglos venideros la sinfonía.

El proceso de desarrollo de las formas corrió paralelo al de la afirmación de la tonalidad y al progreso de la armonía, que permitieron construcciones coherentes cada vez más extensas y complejas, lo que se tradujo en la evolución de las secciones yuxtapuestas a partes autónomas y de una primitiva fluctuación emotiva propia de la improvisación de pasajes contrastantes a mantener una unidad de affetto a lo largo de un movimiento ya hacia el final del proceso.

En cuanto a la organización estructural interna de las piezas, se ha señalado con acierto la necesidad de sustituir el concepto tradicional de “forma” por el “principio formal” de la “expansión continua”, esto es, en la música del “barroco” tardío (cuando ya la tonalidad permite construcciones prolongadas) un motivo generador, breve y bien reconocible, da origen a toda la composición por medio de un complejo juego de transformación y retorno que conjuga la variedad y la homogeneidad y da como resultado una unidad extraordinaria, pero jamás monótona, de la música así planeada El empleo que Bach hace de esta técnica particular es especialmente notorio en obras como los preludios de El clave temperado o los concerti en general, cuyos movimientos, de una duración inusitada para el momento, revelan la maestría a que llegó Bach en este procedimiento, superando desde luego a cualquier otro compositor contemporáneo.

El gusto “anticlásico” –llámese como se quiera– por el contraste de extremos tiene su plasmación, de una manera más evidente, en el procedimiento musical que más genuinamente puede llamarse barroco: el concierto. Si alguna similitud poderosa puede encontrarse en la transición del renacimiento al barroco de la música en relación con las demás artes, tal semejanza podría resumirse en el paso de la música “concertada” a la música “concertante”, y quizá una manera válida de enjuiciar qué sea barroco y qué clásico en este arte podría centrarse en el juego entre estos dos vocablos: “concertado”, indicativo de acuerdo entre las voces, y “concertante”, que da idea de una oposición entre ellas. Tal vez la única gran innovación auténticamente barroca en la música del periodo consistió en introducir esta “rivalidad armoniosa” destinada a hacer fortuna en todas las épocas modernas, convertida de sorpresa extravagante en género de pleno derecho.

Bach lleva a cabo el estudio de las formas y los estilos en distintas fracciones de su catálogo (no hay que olvidar, por ejemplo, las aproximaciones a la suite y a la (trío)sonata como formas características de las tradiciones francesa e italiana, o la importancia que concede a la forma como condicionante del ars combinatoria en la Ofrenda musical), pero es en el Clavier-Übung donde más claramente se advierte esta preocupación del compositor, en particular en las partes primera, segunda y cuarta (la tercera es más bien didáctica en sentido técnico que formal, a la manera de las Invenciones). Es evidente que Bach no tuvo nunca la intención de compilar un “tratado de las formas”, sino que su interés se centró en este aspecto en ocasiones diversas y sin un plan prefijado, lo que explica la aparente incongruencia entre las partes de esta colección, pero no es menos perceptible, sin embargo, el cuidado con que el autor delinea el armazón estructural de esta música, poniéndolo las más de las veces en un muy visible primer plano.

Dentro de esta obra heterogénea, unificada principalmente por el propósito instructivo, la primera parte atiende al intento de sistematización didáctica de la suite, estableciendo modelos “definitivos” después de las experiencias previas de las suites “inglesas”y “francesas”, y puede deducirse hasta qué punto encontró satisfacción este objetivo a ojos del compositor del empeño que puso en publicarlas –la primera publicación seria de su música en su vida–, así como de que sean las “partitas” la última colección de suites para teclado escrita por Bach, después de la cual, dicho todo lo que debía, abandonó el género.

Del mismo modo que en el segundo libro de El clave temperado, también en la serie de las “partitas” es más importante desplegar lo más posible la variabilidad formal y, sobre todo, expresiva de la suite que seguir estrictamente el patrón arquitectónico establecido (Prélude-Allemande-Courante-Sarabande-Gigue, respetado en general, aunque falte la gigue de la segunda, pero no con tanto rigor como en las suites para violonchelo, por ejemplo), combinando la tonalidad y las galanterien con el fin de otorgar a cada una carácter diferente (así, el Menuet, danza cortés por excelencia, sólo se encuentra en las tres suites en modo mayor, las “arias” realzan la pompa de las dos más solemnes: la cuarta, en Re mayor, y la sexta, en Mi menor, mientras que la segunda (Do menor) y la tercera (La menor) acentúan su singularidad con la inclusión de piezas no asociadas a la danza: Burlesca y Scherzo en ésta y un muy afrancesado Rondeau y un Capriccio italianizante en aquélla), aunque la inclinación hacia la diversidad se advierte en especial en los preludios, denominados de distinta manera en cada una de las seis y muy cuidados en la estructura, profundizando en lo que Bach ya había probado en las suites para violonchelo, que varían desde el preludio al modo del libro primero de El clave temperado a la obertura francesa o la toccata de raíces italianas.

La aproximación a los estilos “nacionales” francés e italiano, que se insinuaba ya en pasajes de las “partitas” encuentra su lugar en la segunda parte del Clavier-Übung, en la que el compositor, con precisión y conocimiento del estilo admirables (no en vano había estudiado y hasta transcrito música de los principales maestros de ambas corrientes) brinda a sus oyentes-alumnos dos perfectos ejemplos formales de la suite- obertura a la francesa y del concierto a la italiana, formas de obligado conocimiento para todos los músicos de la época.

Discurso aparte merece la obra que clausura el Clavier-Übung, por más que se entrevean en ella guiños a la cuestión de las formas y los estilos, pues no se trata ya en las Variaciones Goldberg de establecer un modelo formal para un género, como ocurría en las “partitas”,sino que, en su elaborada complejidad, proponen un experimento mucho más atrevido, próximo, en su intención de trascender los límites de lo sonoro para implicar al intelecto, a la música “matemática” de El arte de la fuga. Desde luego, la composición sigue –y culmina– la fecunda tradición de las variaciones cultivada con especial fortuna en toda Europa desde los ya lejanos tiempos de los improvisadores de “diferencias”, y, en particular, dentro de ella, el procedimiento de construir la música sobre una base armónica más o menos constante (en vez de variar una melodía, como sería habitual en los compositores de las generaciones siguientes), pero Bach aprovecha este género para edificar una auténtica “apoteosis de la estructura” que resume todo el pensamiento artístico de su mentalidad clasicista.

La obra se articula en varios niveles estructurales, probablemente superpuestos a medida que la composición tomaba forma, el primero de los cuales corresponde a un homenaje a Buxtehude, de quien Bach tomó como modelo para las Goldberg la serie de variaciones titulada La capricciosa, con la que coinciden, sin duda intencionadamente, en tonalidad (Sol mayor) y número de piezas; la relación se hace manifiesta cuando Bach cita en el quodlibet introducido a modo de última variación la canción que da lugar a la obra de Buxtehude. El segundo se refiere a la relación de simetría entre la arquitectura del conjunto de la obra y el tema que la origina: a los treinta y dos compases, distribuidos en dos secciones de dieciséis, de la sarabande empleada como “aria” inicial corresponde la división en treinta y dos partes agrupadas en dos mitades (aria y variaciones 1-15/variaciones 16-30 y repetición del aria), la segunda de las cuales subraya esta partición comenzando con una obertura a la francesa en miniatura (número 16) y concluyendo con la repetición estricta del tema original para acentuar la simetría. Finalmente, la subdivisión interna en grupos de tres variaciones, la tercera de las cuales es siempre un canon (excepto la número 30, última, destinada desde el principio a hacer explícita la referencia al maestro de Lübeck), constituye un nuevo plano estructural que contrarresta y complementa la simetría binaria del anterior. Más allá de interpretaciones algo aventuradas de supuestos símbolos, esta redistribución ternaria se explica suficientemente acudiendo a la necesidad formal: partiendo de la idea de escribir treinta variaciones y del deseo de intercalar pasajes canónicos con una reconocible periodicidad, es lógico pensar que Bach proyectase simplemente un reparto en subgrupos iguales en número, cuidando de evitar que quedasen variaciones sueltas en un último grupo irregular, y escogiera un divisor del treinta, y que, entre las posibilidades, eligiese el tres porque permitía reconocer la periodicidad del juego canónico con más facilidad que un número mayor, sin que la obra corriese tampoco el riesgo de resultar académica, dejando además libertad para extender hasta la novena la sucesión creciente de intervalos en las entradas seguida por las variaciones en canon.

5. CONCLUSIÓN. Todo orden tiende por naturaleza a perpetuarse; por ello las manifestaciones clásicas del arte tienen una faceta educativa. Es sabido que una de las máximas fundamentales del arte clásico nos habla del “instruir deleitando” como aspiración principal, lo que es por completo ajeno a lo barroco, cuyo objetivo es siempre sorprender y conmover, pero nunca, en consecuencia, educar el gusto en un sistema reconocible, esto es, previsible. Esta finalidad instructiva impregna, en el catálogo de Bach, no sólo las grandes colecciones de obras contrapuntísticas o los modelos formales, sino que el intento de poner de relieve el valor y la belleza del ideal de orden en el que tan profundamente creía late en toda su música, en la que quiso mostrar cómo a través de la combinación reglada se podían alcanzar todos los fines expresivos del arte. Incluso algunas de sus composiciones más populares son, en gran medida, obras “educativas” en este sentido: pensemos en los Conciertos de Brandemburgo”, en los que la idea de la combinación ordenada es el punto de partida y el contrapunto aflora continuamente como supremo director de la misma, pero en los que el carácter excepcional que determina su importancia bajo este punto de vista viene dado por la circunstancia, única entre todas las colecciones bachianas, de que no se presente ningún concierto en modo menor, lo que nos indica que este grupo insólitamente amable fue reunido con el propósito de demostrar que el orden no tenía por qué tener nada de aridez académica, que se podía ser jovial y seducir el oído sin apartarse de las normas de la combinación armónica. Auténticas lecciones de ciencia musical, los Conciertos de Brandemburgo, quizás más que ninguna otra composición, cumplen con eficacia (y su popularidad moderna no deja de evidenciarlo) el objetivo de “instruir deleitando” que Bach pretendió durante toda su vida y que le llevó a construir el vasto sistema didáctico- artístico de las grandes colecciones, en el que El arte de la fuga representa el pináculo que corona la escalera espiral que Bach hace recorrer a sus alumnos, desde los primeros sencillos ejercicios de clavecín, ascendiendo a través del dominio de la técnica, el análisis de la expresión, la conciencia de la importancia de las combinaciones y, finalmente, el conocimiento de las leyes del orden como sobrio capitel de la columna, ya entrevista durante el ascenso, que sostiene el edificio.

Sin embargo, el irreversible retorno a la predilección por la monodia –no está de más señalar la similitud en ese sentido entre la reacción contra la polifonía de los compositores de 1600 y el rechazo del contrapunto de los sucesores de Bach– alejó la nueva música del ideal del viejo maestro, cuyos discípulos tomaron, antes o después, el camino de aquel anticlasicismo luminoso que, irónicamente, hoy llamamos clásico, pero que –por más “sereno”, “racional” e “ilustrado” que nos parezca un cuarteto de Haydn– sólo necesitó torcer el gesto para revelarse romántico; una corriente, en todo caso, más preocupada por el efecto y la emoción de la melodía (no hay que olvidar que su portavoz no fue otro que Rousseau) que por la solidez estructural y el orden interno, es decir, opuesta no sólo a Bach, sino a toda una manera de concebir la música que, desde la antigüedad griega y pasando por la polifonía renacentista, Bach y, a su modo particular, el serialismo, ha considerado precisamente estas características en sus esfuerzos por establecer un canon clásico de la música. Es toda una paradoja el hecho de que el compositor más comprometido en su aplicación práctica sea tenido aún por el gran maestro del “barroco” en la música.